Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

El señor presidente

G

abriel se detiene en la puerta del restaurante. Celebra encontrar la mesa del fondo desocupada. Es su predilecta porque está lejos del equipo de sonido que transmite una música empalagosa y anodina enemiga de las conversaciones. Toma asiento y sonríe al ver que la mesera, Betty, se acerca con expresión de extrañeza:

–¿Y por qué tan temprano?

–Porque mi esposa quiere que vayamos a la casilla antes de ir a comer con mis suegros.

Betty se inclina hacia Gabriel y mientras le sirve el café le pregunta en voz baja:

–¿Y usted ya sabe por quién va a votar? –No espera la respuesta y sigue hablando. Yo lo he estado pensando mucho, pero todavía no me resuelvo. Le juro que nunca había estado tan indecisa. Lo bueno es que tengo tiempo para pensarlo. En mi hora de comida voy a ir a la casilla. ¿Le dejo los cuatro servicios?

–Sí. Anoche llamé a mis amigos y dijeron que vendrían –afirma Gabriel.

–¿Ya cuántos años llevan de venir aquí?

–Seis –contesta Gabriel.

–¿Siempre han sido los mismos cuatro?

–No, éramos más. Nos conocimos en la preparatoria –se oye el tintineo de una cuchara contra una taza–: Creo que la están llamando.

La mesera se aleja. Gabriel siente el impulso de sacar la cajetilla de cigarros, pero recuerda la prohibición. Resignado mira a su alrededor. Si alguien le hubiera dicho que las reuniones mensuales con sus antiguos compañeros acabarían celebrándose en un restaurante lleno de colorines y atestado de familias con ropa deportiva no lo habría creído.

Desde que era preparatoriano prefiere lugares más íntimos, tal vez algo sombríos, como La Casona, aquel restaurante oloroso a tabaco adonde se escapaban en horas de clase él y sus amigos. Entre nubes de humo y tazas de café agrio discutían de política y planeaban su futuro. En el suyo se veía como un flamante neurocirujano, pero las circunstancias familiares adversas lo llevaron a hacer una carrera corta.

Añora aquellos tiempos en que Luis Felipe, Adrián, Sergio, Rosendo, Eduardo, Pablo y él formaron un grupo conocido como el de Los Tortugos, porque siempre llegaban tarde a todo, en espacial a la última clase. Cuando terminaron la preparatoria prometieron reunirse mensualmente. Al principio, para no perder la costumbre, lo hacían en La Casona. Cuando cerró sus puertas optaron por otro en Santo Domingo y después por una cafetería en Independencia.

Las dificultades para llegar al centro de la ciudad y las respectivas ocupaciones disminuyeron al grupo. Gabriel se corrige: También la muerte de Carmona. Nunca le dijo por su nombre, ni siquiera ahora. Lo recuerda como un muchacho talentoso. Estudió leyes con el propósito de incursionar en la política y convertirse en presidente de México. Por desgracia no llegó a terminar la carrera. Una enfermedad rara, de esas que avanzan en silencio, acabó con su vida.

II

–Perdóname, hermano. Llego tarde porque en el taller no me entregaron el coche y tuve que venirme en Metro. ¿Y aquellos? –pregunta Adrián al ver dos sillas vacías.

–No sé. Anoche los llamé por teléfono y quedaron de venir, pero se me hace que ya no –Gabriel mira a Betty aproximarse–: de seguro te preguntará por quién vas a votar.

En efecto, mientras le sirve el café al recién llegado, Betty lo interroga en el sentido previsto por Gabriel. Los dos amigos se miran con expresión satisfecha y luego Adrián le contesta que votará por el que considera el mejor candidato. Betty se queda pensando un momento y enseguida vuelve a tomar la palabra:

–Todos pensamos lo mismo: que nuestro gallo es el mejor y que ese tiene que ganar. La cosa es que sólo uno podrá lograrlo, aunque sea por una ventaja chiquita. Eso todos tenemos que respetarlo, hasta los que pierdan, porque si no, ¿de qué sirvió que votáramos? –Betty se desconcierta por la forma en que sus clientes la miran–. Yo no tengo estudios ni sé mucho de política. A lo mejor les parece que dije tonterías, pero ni modo, es lo que pienso.

–Señorita, mi cuenta por favor –exclama impaciente un parroquiano desde una mesa próxima.

–Por estar platicando con ustedes hasta se me olvidó que estoy en horario de trabajo. Luego vuelvo para tomarles su orden –continúa Betty y enseguida se aleja.

–¿Oíste con qué entusiasmo habló? Si Carmona la hubiera oído se habría puesto a darle una cátedra de política –comenta Adrián sorprendido.

–¡Qué curioso! Antes de que llegaras estaba pensando en Carmona. Parece que lo veo con su chamarra de dos colores y sus corbatas delgaditas, horribles, hablando de la justicia, de la democracia, de la necesidad de salvar al pueblo de la ignorancia, de la explotación y de las enfermedades –dice Gabriel mirando a la distancia.

–No recuerdo si llegó a militar en algún partido político. ¿Tú sí? –pregunta Adrián.

–No. Pensaba formar uno porque les había perdido la confianza a todos. Al menos eso fue lo que me dijo la última vez que lo vi. Estaba delgadísimo, pero tan entusiasta como cuando nos pasábamos horas en La Casona.

–Sus discusiones con Juan Pablo, otro que también soñaba con llegar a presidente, eran tremendas y acababa por acusarlo de ser un asqueroso derechueco. Sólo por eso Juan Pablo se ponía como energúmeno y se le iba encima. Como era mucho más fuerte, Carmona salía perdiendo.

–Siempre fue muy delgado, pero cuando volví a verlo estaba en los huesos –sigue recordando Gabriel–, no me atreví a preguntarle si padecía alguna enfermedad o mejor dicho, no me dio tiempo de hacerlo: se la pasó hablando de sus proyectos. Cuando nos despedimos, y le dije: Adiós, señor presidente, ojalá que nos veamos más seguido, se le alegró tanto la cara que me conmovió.

–Sí es cierto, así le decíamos: presidente. Era un tipo muy listo. Leía muchísimo. Le fascinaba caminar por el centro porque, según él, allí palpitaban todos los corazones de México –Adrián ve a Gabriel sonreír–. No lo estoy inventando. Así era su forma de hablar.

–Sí. Me acuerdo de cuando participó en un concurso de oratoria y perdió, según él porque los sinodales habían considerado muy subversivo su discurso –continúa Gabriel–; era un tipazo.

–¿Qué diría Carmona de cómo está el país? –Adrián espera atento la respuesta de Gabriel.

–No lo sé. A lo mejor nada más dos palabras: dolor y esperanza –Gabriel ve su reloj–. Es tardísimo. ¿Qué te parece si ordenamos?

–Sí, y hay que ir a votar. Por cierto: ¿tú a quién...?

–Pues a mi candidato, pero no sabes cuánto me gustaría decir que por Carmona para presidente.