Opinión
Ver día anteriorJueves 12 de julio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Muchos Méxicos
M

éxico sigue siendo muchos Méxicos, como observó Simpson. Ha cambiado la fisonomía y el gesto, la indumentaria y el hábitat, pero en numerosos aspectos sustantivos seguimos siendo el país de la desigualdad, civilizado y bárbaro a la vez, cuyos vasos comunicantes evitamos comprender esperando que uno venza al otro por la inercia del tiempo.

La ansiada (o temida) modernización vino a recrear nuevas formas de feudalización territorial, económica y cultural; la alternancia trajo la balcanización del poder presidencial en beneficio de los gobernadores. Lo graves es que hoy no hay un proyecto nacional digno de tal nombre, pues ni siquiera la Constitución ha podido impedir que, pasando sobre sus principios, se configure una realidad a contrapelo del pacto social originario, justificada por una ideología moderna que explícitamente renuncia a conservar ideales, vistos ahora como tabú, es decir, como simples anacronismos opuestos al mercado.

La crisis política que arrastramos durante años (y que al calor de las elecciones se expresa sin remedio) es una crisis ideológica de enorme envergadura marcada por la pérdida general del rumbo, por la suplantación de la idea de futuro como posibilidad alcanzable a cambio de la inmediatez fulgurante pero engañosa del lucro como motor de la vida. De la inteligencia nacional se han expulsado, si cabe emplear la expresión, los postulados racionales que daban sentido a la acción plural de la sociedad, despojando así a la actuación pública no sólo de valores éticos, laicos, sino de objetivos asumibles por la mayoría para poner en movimiento a la sociedad y avanzar.

En el México actual, la explotación es un modo de ser que el pluralismo no transforma. La pobreza es el gran estigma traducido a cifras incoloras, olvidables menos para quienes la soportan, y no son pocos. Somos un país polarizado donde los ricos, al decir de Quevedo, comen, mientras los pobres (si pueden) se alimentan. Ese es el gran abismo que impide la unidad nacional, la concentración de energías para salir adelante. Sobre ese piso de inequidad se alza todo lo demás, la estructura de sometimiento y corrupción, el fatalismo o la impaciencia, el cinismo y la violencia, la desesperación.

El país es un poliedro con las caras confrontadas, impasible bajo la inercia del no pasa nada o dispuesto a estallar en horas inadvertidas de agravios filtrados por el vapor lento de la historia. Un lado nos muestra al México ciudadano, democrático, capaz de organizar las elecciones más vigiladas con un grado enorme de participación y el otro la incapacidad de asegurar el juego limpio. Uno afirma el futuro; el otro el pasado. Son los hermanos siameses de esa dialéctica fatal que la transición no ha roto. La disputa actual sobre el resultado electoral no es como se pretende un asunto de cifras más o menos, de votos contados en las casillas, lo cual, claro, no es irrelevante, sino de asumir que los grandes problemas preceden al acto electoral y no están sólo en el ojo fiscalizador sino en la naturaleza misma de la sociedad y el Estado, que es el marco obligado de referencia.

Nos interesa que la mayoría gobierne, pero no puede sernos indiferente el modo como esa mayoría se constituye. No sólo se trata de la equidad referida a los participantes una vez iniciada la contienda, sino si existen las condiciones en la sociedad y en el Estado para que el debate y la deliberación democrática fluya sin exclusiones. No puede haber equidad allí donde la acción educadora de la conciencia cívica queda en manos de los medios que tienen sus propia agenda empresarial respecto del Estado (o de una escuela pública fracasada). La pluralidad no se mide por los espots transmitidos a hora fija sino por el respeto al derecho a la información que le corresponde a la ciudadanía.

Esa crítica, que no es nueva, adquirió significación política en este 2012 gracias a las movilizaciones estudiantiles, como una suerte de revuelta simbólica contra la imagen oficial dominante en la cual México es una ficción incompatible son las vivencias de la mayoría. La generación que ha hecho suya la tecnología más avanzada no pide el fin de la caja idiota, ni se regodea en el discurso de la alienación, pero plantea algo más esencial: es necesaria y posible otra información de masas, una agenda de contenidos que rompa con el monopolio ético y cultural en la formación de los mexicanos.

A través de la protesta, pero también de la apelación a la ley, salta ese México que rechaza la manipulación de la miseria y la desigualdad para conseguir votos. Hay un claro deslinde político y moral ante la explotación electoral de quienes ceden por unas migajas (acaso para ellos imprescindibles) la libertad de elegir de cada ciudadano, sin coacción alguna, piedra angular de todo régimen que se considere una democracia. Pide castigo para el comprador, no para quien vende su mísera mercancía. No estamos en condiciones de saber cuál es el monto de esta actividad ni cómo influyó en el resultado dado a conocer, pero es un hecho que esa práctica es imposible de negar aunque las formas peculiares hayan cambiado para darle visos de avance (se usan tarjetas o se triangulan recursos para borrar las huellas). La impugnación es necesaria.

En los días que vienen el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación tomará cartas en el asunto y resolverá en definitiva quién será el presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Dirá y calificará. La legalidad estará a salvo, pero si no hay rectificaciones de fondo el problema continuará presente como un tumor expandiéndose. Ya no se trata única y exclusivamente de precisar si la autoridad hizo todo lo que estaba a su alcance para evitar el desaseo, sino de reconocer que estamos ante una falla estructural en la construcción del sistema democrático. La compra y coacción del voto es un fenómeno que atañe al régimen como tal; toca al funcionamiento del aparato del Estado, la impartición de justicia, la capacitación cívica, pues en definitiva es parte del gran problema de corrupción persistente, pero es también reflejo de la situación de fragilidad absoluta en que subsisten millones de mexicanos que ven en el acto electoral la oportunidad de aligerar la carga que significa alimentarse cada día.

La fiscalización de los recursos públicos es una función del Estado en su conjunto y no responsabilidad temporal de una institución. O es que Hacienda, la procuraduría o Gobernación no tienen nada que decir ni cuentas que dar? ¿Y el Legislativo? Finalmente, ¿no ha sido la connivencia del grupo gobernante con los poderes fácticos enclavados en la industria de las telecomunicaciones y el entretenimiento la que abrió las compuertas a la pretensión de imponer un candidato propio a la Presidencia? ¿No han sido los medios encabritados por la reforma del 78 que les redujo las ganancias los primeros en atacar al IFE para condicionar los cambios a los que aspiran? El camino será largo, pues la única manera de frenar tantos abusos consiste en fortalecer la organización popular, la capacidad colectiva e individual de ejercer los derechos que le corresponden a la ciudadanía, hasta que la autoridad cumpla o se vaya. Derechos, no migajas, es lo que toca hacer valer. Aquí concluye un capítulo, pero hacia adelante queda un ancho camino que recorrer. Esa transformación ya ha comenzado, pero exigirá aún mas la convergencia amplia, plural, en un gran frente de todos los agraviados. Ese es el México del futuro.