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Aire de Dylan

Con autorización de Seix Barral, ofrecemos a nuestros lectores el primer capítulo de la nueva novela de Enrique Vila-Matas, que sus editores anuncian como un homenaje al mundo del teatro y una divertida e implacable crítica del posmodernismo, contada a través de la relación de un padre y un hijo que personalizan el duro contraste entre la cultura del esfuerzo y el creativo arte de encongerse de hombros y no hacer nada, como Oblomov, el personaje radicalmente gandul de la literatura rusa

A

lgunos entran muy tarde en el teatro de la vida, pero cuando lo hacen parece que entren sin brida y directos ya hasta el final de la obra. Ése fue mi caso. Y hoy puedo afirmarlo con toda seguridad. La representación empezó la mañana en la que mi mujer me entregó una carta que acababa de llegar de Suiza, una invitación a participar en un congreso literario sobre el fracaso.

Me encontraba en la terraza del apartamento al noreste de Barcelona, la vieja casa en la que llevábamos ya muchos años y que hemos cerrado hará tan sólo unos meses. Mi mujer entró en la terraza con pompa nada habitual y ensayó una reverencia teatral antes de anunciarme que, a tenor de lo que decía la carta, alguien me consideraba un completo fracasado. Me sorprendió su teatro porque no solía sobreactuar jamás. ¿Quería con su histrionismo rebajar la gravedad de lo que decía? Fuera por lo que fuese, no se me olvidará el momento, porque inauguró una historia dentro de mi vida, una historia que paulatinamente iría reclamando cada vez más mi atención en las siguientes semanas.

Leí la carta y vi que la gentil propuesta me llegaba desde la Universidad suiza de San Gallen. No era desde luego la clase de invitación que los escritores reciben con frecuencia y, sin embargo, pocas cosas parecen tan íntimamente vinculadas como fracaso y literatura. Tal vez por eso, porque en realidad lo raro era que la invitación no me hubiera llegado antes, leí la carta suiza con la más absoluta flema, como si hubiera sabido desde siempre que un día la recibiría. No moví ni un solo músculo de la cara. Encajé la invitación con elegancia y sentido de la fatalidad, como si estuviera en un rincón de un gran escenario. Y me quedé sólo con una duda para las horas siguientes: ponerme la máscara de fracasado o continuar llevando mi vida normal de fracasado.

La invitación me la enviaba un profesor de matemáticas apellidado Echèk. Escrito de aquella forma, con k y con aquel acento, Echèk significaba fracaso en criollo haitiano. Salvo el matiz isleño de su apellido, las referencias que encontré en Internet del matemático suizo fueron todas insulsas, académicas, y en las imágenes de Google no hubo modo alguno de averiguar qué rostro tenía aquel hombre. Pregunté a mi amiga Petra Overbeck, profesora en San Gallen, si conocía a Echèk y me dijo que era un buen hombre, aunque estaba obsesionado con el tema general del fracaso. Petra me recomendaba aceptar la invitación, pues me ofrecía la oportunidad de conocer la insuperable región de Appenzell.

Unos meses después, me desplacé a San Gallen para asistir al congreso. Como Echèk no se dejaba ver, empezó a crearse entre los conferenciantes la leyenda de que era un personaje imaginario. Petra Overbeck insistía en confirmarme lo que decían los demás profesores: que Echèk simplemente había caído enfermo. A pesar de lo que nos decían, algunos empezamos a desconfiar incluso de la existencia del señor Fracaso, y sólo aceptamos que no era un ser ficticio cuando le vimos en la orla que reunía las fotografías de los estudiantes de la promoción en San Gallen del curso superior del 92-93. Allí estaba

Echèk, recién licenciado, con una sonrisa triste. Era de raza negra y tenía un aire cercano al del presidente Obama y parecía el de más edad de todos los estudiantes de su promoción.

Se pasó Echèk enfermo todo el congreso, así que sólo le vimos en aquella orla que me molesté en fotografiar y posteriormente incluí en mi web, logrando así que mi anfitrión tuviera por fin presencia física en Internet, lo que, según me dijo el otro día Petra, él no ha podido perdonarme, pues ama el anonimato.

Nadie discute que la ciudad medieval de San Gallen, entre el lago Constanza y la región de Appenzell, tiene buenos miradores sobre el casco antiguo y un lugar de visita ineludible, su Biblioteca de la Diócesis, la farmacia del alma la llaman algunos, un sitio magnífico. Pero nada también tan cierto como que no ofrece excesivas posibilidades de diversión. Quizás por eso y porque lo más entretenido allí pareció ser desde el primer momento el propio tema central del congreso, apenas me moví de los bucólicos alrededores de la universidad y acabé asistiendo a casi todas las conferencias sobre el fracaso.

Algunas me interesaron especialmente, como la de Sergio Chejfec, que dijo concebir el fracaso, no como eventualidad literaria, sino como sinónimo de la literatura en general: El fracaso es la prefiguración natural del destino del escritor. O como la del cineasta Werner Herzog, que, si no entendí mal, centró todo su discurso en su fracaso rotundo como loco: un trágico y apasionante lamento, en definitiva, por no haber sabido perder la razón con la suficiente fuerza.

Pero el congreso, a pesar de su interesante idea de reunir a artistas de muchas partes del mundo para hablar sobre el fracaso, habría podido ser una vulgar reunión literaria, una reunión como tantas otras, de no haber sido por la intervención del joven Vilnius Lancastre, que leyó una narración sobre algunos hechos de su vida en los días posteriores a la muerte de su padre: un relato que había escrito en cuatro noches, basado en hechos reales muy recientes de su propia existencia. No estaba acostumbrado a escribir porque él se dedicaba al cine y además era muy perezoso y aspiraba algún día a ser como Oblomov, personaje radicalmente gandul de una novela rusa, paradigma del no hacer nada. No tenía la costumbre de escribir, pero por su inexperiencia en la vida literaria creyó que en San Gallen no cobraría sus honorarios si no llevaba escrita su intervención y se presentó en el congreso con ese relato que a priori llamaba la atención por su título enigmático, Teatro de realidad.

En medio de problemas con la traducción simultánea y con el público de la sala dudando todo el rato entre quedarse a escucharle o irse, el joven Vilnius fue leyendo su relato casi como si fuera una obra de teatro radiofónico, lo cual en el fondo no dejaba de tener su sentido, pues a fin de cuentas las intervenciones de aquel Congreso del fracaso eran grabadas íntegramente por Radio Zurich y, además, el relato que Vilnius leyó invocaba al teatro en su título.

Fue el único ponente que leyó un cuento (un cuento, eso sí, basado en hechos reales, en acontecimientos recientes de su propia vida). Los demás acudimos allí con ensayos sobre el tema general del fracaso. Pero él fue con su relato autobiográfico. No nos lo comentó allí en San Gallen, pero hoy sabemos que, aparte de su temor a no cobrar si no presentaba escrito el texto, desechó cualquier ensayo o teoría sobre el fracaso y eligió esa opción narrativa porque no tenía ni idea de escribir ensayos y necesitaba además con urgencia la terapia de contar en público su reciente drama personal, de contar lo que le había acontecido en los días siguientes a la muerte de su padre y que curiosamente tenía estructura de cuento. (Que la tuviera, por cierto, era una experiencia para él nueva, no le había ocurrido nunca y, además, le había dejado perplejo observar que un fragmento de su vida pudiera tener un aire tan parecido al de una historia de ficción, un aire sobre todo a pieza teatral con desenlace inesperado y telón abrupto.)

Foto

Necesitaba llevar a cabo su idea de convertir su narración en un grito, lanzado entre desconocidos en una ciudad extranjera, un intento de soltar lastre y arrojar su drama personal por la primera borda que encontrara; un intento de liberación o como mínimo de amortiguar su tragedia privada.

Pero, por encima de todo, lo que más le estimulaba de aquella opción narrativa era la posibilidad de probar un invento, lo que él llamaba Teatro de realidad (una variante del Cine de realidad, también conocido como Cinéma Vérité) e ir confirmando en directo sus sospechas de que al público no le interesaba en absoluto su drama de los últimos seis días.

Teniendo en cuenta, además, que intuía que iba a rebasar con creces los cuarenta y cinco minutos de tiempo asignados para su intervención –necesitaba más minutos para leer íntegro su relato–, esperaba ir viendo con entusiasmo cómo poco a poco la gente, sin entender nada de por qué les contaba su historia, se iba yendo de la sala y su actuación terminaba por ser el fracaso más penoso y bochornoso de la historia de los narradores orales de todos los tiempos. Con su desastrosa intervención interminable pensaba Vilnius convertirse en el único ponente del congreso que se ajustaría a la perfección con la verdadera esencia y espíritu de ruina de aquel encuentro internacional sobre el fracaso. Es decir, pensaba hacer una exhibición completa y ejemplar en público de cómo se fracasa plenamente y de verdad.

Pero ninguna de todas estas intenciones de búsqueda absoluta del desastre las dejó ver de entrada. Y, bien mirado, era lógico, pues necesitaba fracasar sin haber advertido previamente que buscaba quedarse sin público, sin un solo oyente.

Pero, de hecho, su propia presencia allí contenía un fracaso implícito, pues a quien verdaderamente habían invitado a San Gallen era a su padre, que no había podido asistir por causas inalterables: había caído muerto, fulminado por un infarto en su casa de Barcelona, semanas antes.

No hay duda de que es la muerte el fracaso humano por excelencia. Así las cosas y, dado que el joven hijo del tan admirado Juan Lancastre se dedicaba al cine y se sabía que trabajaba en un Archivo General del Fracaso, Echèk había tenido la idea de pedirle que acudiera a San Gallen y dijera unas palabras sobre el tratamiento de la derrota en la obra de su padre. En lugar de esto, Vilnius se había presentado allí con su Teatro de realidad.

La verdad es que no esperábamos gran cosa de la intervención del joven Vilnius, quizás porque algunos habíamos oído decir de él que era un mediocre publicista, despedido de todas las agencias en las que había trabajado, y un cineasta que a sus treinta años sólo había firmado un irregular cortometraje vanguardista, Radio Babaouo. Un cierto sentido del arte y facilidad de palabra, por vía paterna, se le suponían, pero nadie confiaba en que poseyera las cualidades más reconocidas de su padre. En realidad, no esperábamos nada de él, a lo sumo una breve semblanza y recuerdo emocionado de la figura de Juan Lancastre, y poca cosa más.

A su padre lo había visto yo en Barcelona en las barras del Zeleste y del Bikini y del bar Perturbado, del que fue socio fundador. Lo había visto en mis años de juventud y también de posjuventud. Y de forma muy confusa recordaba haberme reído en cierta ocasión en su compañía, no me acordaba de qué, sólo sabía que habíamos terminado riéndonos brutalmente y que los dos llevábamos una borrachera de mucho cuidado. De sus libros me había interesado bastante La interrupción, novela un tanto emblemática, buena obra, demasiado famosa para lo que era, pero una obra muy digna a fin de cuentas. También su extraño manifiesto a favor de las vanguardias –escrito en francés– y su imaginativo tratado –escrito en catalán– sobre Siria. Y, por supuesto, su facilidad para cambiar de piel y de personalidad y a veces hasta de lengua en cada libro.

A su hijo Vilnius no lo había visto jamás en persona, pero sabía que solía ir vestido de negro y que su notable cabellera y la nariz y hasta su estatura eran idénticas a las de Bob Dylan. A veces la gente, por la calle, se reía al confundirlo con el cantante. Su aire a lo Dylan le había creado algunos problemas –sobre todo con su padre, que odiaba ese peinado y la búsqueda del parecido con el músico–, pero a Vilnius le gustaba presentar aquel aspecto, porque creía que le daba un toque de artista sin concesiones.

No se asemejaba físicamente en nada a su famoso padre y un poco, en todo caso, a Laura Verás, su terrible madre: madrileña de muy buen ver, que fue de joven a vivir a Barcelona y pronto alcanzó en esa ciudad, tanto en los círculos universitarios como luego en los noctámbulos, fama de pérfida, de mujer fatal; fama que amplió cuando trabajó en una agencia literaria, donde causó estragos en todos los sentidos.

Laura Verás, irás y no volverás, decía una leyenda de entonces, que advertía a los hombres de la condición de serpiente infinitamente peligrosa de aquella mujer. Para algunos, entre los que me incluyo, había sido la más diabólica y guapa de nuestra generación, aunque también era cierto lo muy dada que era a sobreactuar y que a veces había conseguido ser una malvada realmente mala, malísima, aunque siempre de manual. En cualquier caso, algo tenían muchos muy claro en Barcelona: por muy estereotipada que resultara su imagen de víbora y por mucha risa que pudieran provocar algunas de sus actitudes perversas exageradas, había que ir con cuidado con ella, porque en el fondo era terrorífica.

El caso es que entré en la conferencia que el joven Vilnius titulaba Teatro de realidad pensando que estaría allí sólo unos minutos y por eso me coloqué en la última fila, muy cerca de la puerta. No había para nada previsto que el cuento montado sobre su propia vida, aquella especie de teatro sin teatro de aquel joven orador, pudiera atraparme, sorprenderme como lo hizo. Era teatro sin teatro porque en todo lo que él nos fue leyendo se notaba perfectamente que eran hechos verdaderos y muy sentidos.

Vilnius inició su intervención avisando de que no iba a conferenciar para nada, sino a leernos un cuento que narraba la historia de su vida durante seis días que le cambiaron su mundo. Como sabía que disponía sólo de cuarenta y cinco minutos, quería avisar al distinguido público de que, en el caso más que probable de que la organización le interrumpiera su lectura, continuaría leyendo el relato de su estupor existencial en la cervecería Stille, a cuatro pasos de donde estábamos.

Dio, pues, la falsa impresión inicial de que deseaba interesarnos de tal forma con su relato que en un momento dado, subyugados todos, no tendríamos más remedio que trasladarnos a la cervecería de al lado para conocer el desenlace de la historia que se nos habría contado. Sin embargo, se proponía algo completamente distinto, algo que nadie era capaz de imaginar. ¿Cómo íbamos a saber que aquel joven podía estar buscando, como objetivo máximo, ser el Ed Wood de las lecturas, de las intervenciones en los congresos? Ya se sabe, Ed Wood fue el autor de la peor película de todos los tiempos. El joven Vilnius, en el momento de comenzar a abordar su Teatro de realidad, soñaba con ir asistiendo al inconmensurable espectáculo de ver cómo su tragedia no importaba nada a los otros y su lectura acababa provocando la huida de todos los espectadores, de todos sin excepción.