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Rodolfo Romero, el internacionalista
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Rodolfo Romero Gómez, RomeritoFoto Granma
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a Habana. Rodolfo Romero Gómez saca su billetera y busca en uno de sus compartimientos la pequeña fotografía en blanco y negro de su viejo amor, una hermosa actriz cubana de largo pelo quebrado, tez clara y rasgos finos. Soldado del ejército rebelde en Cuba a pesar de ser nicaragüense, cada sábado la fue a buscar hasta que le llegó el momento de partir a hacer la revolución en su país. Hoy, no obstante los dos derrames cerebrales que tuvo en 2009 y los muchos años transcurridos desde aquel romance, don Rodolfo la conserva muy presente en la memoria. Tanto así que su foto lo acompaña cada día en su cartera.

Romero fue uno de los fundadores del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN); dirigió durante la revolución operaciones militares en Masaya, Granada y Jinotepe y fue congresista. Ahora vive modestamente en la ciudad de Granada y pasa temporadas de atención médica en la Clínica Internacional de Restauración Neurológica (Ciren) de La Habana. Allí conversó con La Jornada. Tiene con él la Medalla de la Amistad en Cuba que recibió del gobierno de ese país el 15 de abril de 2012, y que muestra también con orgullo y sencillez.

Alejado de las tentaciones del cinismo y del nihilismo, incapaz de permitirse morir en la cama, distante del escepticismo perezoso y de la privacidad del retiro, don Rodolfo, a quien sus compañeros llamaban cariñosamente Romerito, está orgulloso de su internacionalismo. Azote de dictadores, luchó, literalmente con las armas en la mano en Costa Rica, Guatemala, Cuba, República Dominicana y, por supuesto, en su natal Nicaragua.

Romero combatió al lado de José Figueres en la guerra civil de Costa Rica, animado por la promesa de contar con armamento para deshacerse de Anastacio Somoza. Sin embargo, a finales de 1948 las presiones de la CIA y la OEA lo obligaron a salir rumbo a Guatemala.

Ese país era entonces una especie de Meca de la transformación social a la que llegaban revolucionarios y exiliados de muchas naciones. En él, Romero participó en la fundación del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), apoyó al gobierno revolucionario del coronel Jacobo Arbenz, se formó políticamente y estudió marxismo.

Comisionado por el partido para recoger firmas en apoyo al llamamiento de Estocolmo en favor de la realización de un congreso por la paz, fue premiado con un viaje a la Conferencia Internacional por los Derechos de la Juventud, en Viena. En ese acto conoció a Raúl Castro, en una reunión entre nicaragüenses y cubanos para intercambiar experiencias. Raúl dijo entonces –recuerda don Rodolfo– que a los tiranos como los que padecían sus países sólo se les puede tumbar a balazos.

El 24 de junio de 1954, una noche de luz intensa de luna llena y un silencio de sepulcro, en la que acababa de pasar un bombardeo terrible por la ciudad de Guatemala, conoció al Che Guevara. El médico llegó a la casa de la brigada juvenil Augusto César Sandino, de la que Romerito era el jefe, con una carta de recomendación de una comunista chilena. El Che le pidió hacer la guardia de las 12 de la noche. Romero dudó en dejarle un arma a un desconocido, pero finalmente lo hizo. Le entregó una carabina checa del oficial de posta saliente. ¿Y esto cómo se maneja?, le reviró el argentino cuando la tuvo en sus manos. De prisa, Romero lo instruyó en cómo armarla y desarmarla.

Del cuello de don Rodolfo cuelga una imagen de Guevara de claras resonancias religiosas. No usa joyas. El único adorno que se permite usar es ese modesto collar. “Cuando vi la foto del cadáver del Che acribillado en las montañas de Bolivia –explicó recientemente en un discurso–, la sensación que tuve fue la de ver a Cristo. Los hombres como el Che son la imagen de Jesucristo.”

Sentado en una pequeña mesa del comedor de la Casa 7 del Ciren, apoyándose para su relato en su compañero y amigo Roger Menéndez, don Rodolfo recuerda: cuando le comenté que era nicaragüense me comenzó a hablar de Rubén Darío, de cuánto admiraba su obra y de su deseo de dominar algún día el pensamiento dariano.

Al hacerse evidente la inminencia del golpe de Estado a Arbenz, Romerito pasó a la clandestinidad, con la instrucción de contactar a los exiliados en las embajadas. Aparentando ser carbonero, con un saco de yute y descalzo, recorrió las sedes diplomáticas. En la embajada argentina encontró a Guevara, y lo ayudó a su traslado a México. En las noches dormía en el zoológico. Cargaba siempre una granada con él. Cuando la policía lo detuvo amenazó con hacerla estallar. Finalmente se armó un alboroto que evitó que fuera desaparecido. Fue detenido y extraditado a Nicaragua.

De regreso a su país se incorporó al Partido Socialista Nicaragüense, y participó en la formación del núcleo revolucionario del que nacería el FSLN. Poco tiempo después del triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, el Che lo mandó llamar. “Cuando nos vimos en Cuba –ha narrado en diversas ocasiones– nos abrazamos y me dice: ‘¿No te mató Castillo Armas en Guatemala?’. Le dije: ‘No, aquí estoy’. Me invitó a que me sentara y comenzamos a hablar de Nicaragua, de la lucha, de la posibilidad de desarrollar una acción guerrillera, qué partidos se podrían aliar a la lucha y toda una serie de cosas que en realidad él tenía interés en conocer.”

Romero asegura que nunca hubo una reunión formal para fundar el Frente. “El Frente Sandinista –dice con energía– nunca tuvo ningún aniversario oficial; nunca hubo ningún congreso, ninguna convención, ninguna asamblea de fundación. No hubo nada. Jamás. El FSLN fue creado en el calor del combate.”

De la isla salió para hacer la revolución en su país, con un pasaporte hondureño con el nombre de Manuel Díaz Calero. Pero el primer combate, el 24 de junio de 1959, fue un desastre. Murieron nueve guerrilleros. Rodolfo cayó prisionero, hasta que las gestiones del presidente hondureño Ramón Villeda Morales lo liberaron. Se refugió y se repuso en Cuba.

Al restablecerse se unió al regimiento Leoncio Vidal, del ejército cubano. Después se incorporó a la Escuela de Artillería de Baracoa. Más adelante, como parte de sus tareas de contrainsurgencia, se infiltró en los alzamientos contrarrevolucionarios en el Escambray. Luego regresó a su país para derrocar por las armas a Somoza.

La utilidad suprema del revolucionario, después de la muerte física, es convertirse en un espejo, donde otros identifiquen el molde de la excelencia, dice Rodolfo Romero. Eso mismo puede decirse hoy de él.