Opinión
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Falsificadores de la historia. Del amor a la tierra
A

principios de febrero volamos a Torreón para visitar los lugares descritos por John Reed en México insurgente, como trabajo preparatorio para un documental sobre el primer gran reportero de guerra del siglo XX. En las ciudades de La Laguna tuvimos algunas reuniones en las que escuché frases como Cárdenas repartió tierra que no era suya, los campesinos no saben ni quieren trabajar, el campo es pobre porque Cárdenas repartió la tierra y otros argumentos que parecían sacados de los libros de Macario Schettino, Francisco Martín Moreno, Villalpando o Zunzúnegui, dichas bajo carteles de Peña Nieto o retratos de Felipe Calderón.

Dos días después nos hicimos a los caminos de Durango. Vimos el amanecer desde el puerto de La Cadena, donde John Reed montó guardia más de una vez con los cinco mosqueteros, vigilando a los huertistas de guarnición en Mapimí. Luego avanzamos por la misma reseca y amarillenta llanura que hace 99 años recorrió el gringo o Juanito, como lo llamaba cariñosamente Pancho Villa.

Unas horas después llegamos a Santo Domingo, pueblo cuya entrada ni siquiera está señalada. Mientras Leo Monterrubio tomaba fotos, medía la luz e imaginaba cámaras y espacios, el profe Alvarado leí a cuatro hombres la descripción que John Reed hacía de aquel mismo pueblo y de su gente. Escucharon con atención y exigieron el libro. Cuando se los obsequiamos soltaron la lengua. Nos enseñaron el ojo de agua y el arroyo donde las campesinas lavaban ropa en aquel pueblo paupérrimo en el que, sin embargo, los villistas en derrota encontraron comida y cobijo y John Reed el calor del lecho de Isabel. Y encontramos también el amor a la tierra. Los tres campesinos de ojos claros y rostros curtidos bajo los blancos sombreros, y el profesor normalista que tras jubilarse retornó a su pueblo natal y nos miraba desde atrás de sus lentes bifocales, nos invitaron a la tradicional cabalgata anual del 24 de febrero. ¿Qué celebran?, les pregunté, suponiendo que no el día oficioso del lábaro patrio. El reparto agrario, dijo el bigotudo que floreaba la mangana. Cuando Cárdenas nos dio la tierra, dijo el gordo de chamarra de borrega, vicepresidente del comisariado ejidal. El decreto que nos regresó las tierras que disputábamos a la hacienda de La Zarca, precisó el profesor.

Mientras el pozo siga dando agua, los campesinos seguirán trabajando esas tierras que son suyas; seguirán sintiéndose campesinos y seguirán honrando la memoria de los dos hombres cuyos retratos engalanan la casa del profesor, que nos invitó a desayunar unos huevos de granja con frijoles de la olla: Francisco Villa y Lázaro Cárdenas.

Salimos de aquel pueblo y continuamos por la árida meseta, hasta llegar a la que fue una de las principales haciendas de la región, recién remodelada y adquirida por un hombre a quien los campesinos definen como poderoso latifundista. En el pueblo preguntamos por el comisariado ejidal. El hombre –cuarentón, delgado, rostro curtido por el sol, tupido bigote castaño, ojos claros que nos miraban recelosos bajo el blanco sombrero– nos indicó el camino hacia la casa del administrador de la hacienda. ¿No podría acompañarnos?, preguntó el profe Alvarado. Mejor que no: es mi rival, dijo el comisariado.

Encontramos al administrador, que nos abrió las puertas de la hacienda. También nos enteramos del pleito: el ejido no quiere soltar agua para la hacienda, ni siquiera para uso doméstico. En el pueblo nos dieron su versión, mientras bebíamos cerveza en la tienda: “Así empiezan: que agua pal baño; luego que agua pa la huerta; y al rato nos dejan sin nada, como a los compañeros a quienes les compraron sus parcelas. Pero no nos echarán, porque Cárdenas nos dio la tierra”, dijo un hombre mayor, levantando su cerveza hacia el retrato de don Lázaro. Y más adelante, en el país de Urbina (véase el capítulo 3 de mi libro La División del Norte), encontramos una figura al lado de las de Cárdenas y Pancho Villa: la de Álvaro Ríos. Pero esa es otra historia.

Quizá esos pobres e ignorantes campesinos, igual que los que he encontrado en el Bajío y en Chihuahua, en Tabasco y en Michoacán, siempre con un retrato de Lázaro Cárdenas en el comedor, deberían leer los libros de los autores citados al principio, para que trasciendan las mentiras que les enseñaron en la escuela y puedan encaminarse al éxito... vendiendo esas parcelas ejidales a las que se aferran.