Opinión
Ver día anteriorSábado 21 de julio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El subsuelo impolítico
¿Q

ué pueden tener en común movimientos tan disímbolos como los indignados españoles, Occupy Wall Street en Estados Unidos, Aganaktismeni en Grecia y #YoSoy132 en México? Todo intento de establecer cualquier analogía parece perderse en los registros pasajeros del empirismo. En rigor, no hay nada (más que el imaginario de las pantallas) que los comunique; menos aún que los identifique entre sí. La historia tampoco parece ayudar. Por sus programas, sus formas de legitimación y la sinergia de su arrastre, sus semejanzas con las revueltas del 68 parecen inexistentes, y en cierta manera representan la antítesis de ese retorno del concepto de sociedad civil que en los 90 encontró en las ONG un nuevo piso para combatir la soledad civil.

Habría que preguntarse si su denominador común, que no está en el cuerpo de sus acciones, no se encuentra acaso en la pulsiones que les han permitido redefinir los órdenes que median entre la política y lo político, es decir, aquello a lo que se enfrentan, el espectro actual del gran otro. Lo político comienza siempre ahí donde aparece un significante fluctuante, donde todo lo que antes era un cuerpo sin órganos cobra el estatuto de una presencia inmanente, lista a desplazar al antiguo principio de realidad. Toda política que se define en el subsuelo de la fábrica social se inicia como un registro de espectros. Destaco cuatro aspectos de esta nueva relación.

En primer lugar, si el 68 emplazó a la sociedad disciplinaria, y a los íconos de su autoridad, los nuevos indignados han desplazado ese centro hacia el discurso de los mercados. There is a new master in town. La crítica a la política pasa hoy por la de/significación de la grandes metáforas de la economía. Los indignados en España –y sus masivas secuelas en la crisis de 2012 donde ya se exige la dimisión de Rajoy– mostraron como el discurso de la eficiencia (de los mercados) no es más que un cúmulo de retóricas del chantaje. ¿Por qué debe España salvar a los bancos antes que a sus ciudadanos? Esta pregunta-consigna encierra algunas de la claves. El interminable montaje de la metáfora autopiadosa del mercado (sólo el mercado salva al mercado) queda subvertido en una simple inversión. Toda la retórica de la estabilidad encuentra un escollo: los estabilizadores son los desestabilizadores, quienes pregonaban confianza son el centro de la debacle. Lo centros de la tranquilidad devienen de la noche a la mañana los centros de lo ominoso.

El movimiento griego ya había radicalizado esta escena. Aganktismeni mostró que la palabra rescate sólo tenía un sinónimo: convertir al Estado griego en una sucursal bancaria (de cobros) del Banco Central Europeo (valga el pleonasmo). De alguna manera una grieta enorme en la ecuación que dio nacimiento a la actual comunidad europea: la ecuación entre el euro y Europa. En principio, lo que ha descubierto la sociedad europea a partir de 2008 es que sus Estados, al no poder regular la emisión de su propia moneda, han dejado de ser soberanos. Lo que está en crisis en Europa no sólo es la economía, es algo más grave: la idea misma de Europa. Una Europa cuya único principio de identidad es una ¡¡moneda!! Que además no esta bajo regulación de nadie más que de esa abstracción llamada BCE.

En un par de años, los ocupas europeos han logrado más en términos simbólicos que todo el populismo latinoamericano junto en las dos pasadas décadas: abrir el laberinto del discurso de los mercados desde sus paraplejias interiores. No hay que olvidar, por supuesto, que el populismo siempre ha actuado como una propuesta más social o benefactora para administrar los mismos flujos, no como una disyunción frente a ellos.

En segundo lugar, las rebeliones actuales nacen de los cortos circuitos de los flujos que definen el cuerpo impolítico de la sociedad. Ese flujo que permite codificar a lo privado como una suerte de imperativo supra moral, en la parte aparentemente menos maldita de la distribución de las pérdidas. El movimiento de los estudiantes chilenos es un despliegue contra la privatización de la educación, digamos que en todas sus variantes. El mantra de que los préstamos bancarios darían rigor y calidad al sistema educativo terminó en el hundimiento económico de decenas de miles de familias. La separación entre un sistema de educación pública y otro privado redundó en una partición social entre élites ineptas y un masivo abandono escolar, nuevas jerarquías sociales y el derrumbe de la educación entendida como la utopía moderna del individuo que se hace a sí mismo. La educación chilena, como otras en América Latina, devino un simple negocio, otra mercancía. Pero una mercancía desprovista del fetichismo que la convierte en una promesa de certidumbre.

En tercer lugar, hay un nuevo lugar de la producción de lo público: las redes sociales. Si algo ha revelado el territorio del indignacionismo es que existen dos esferas claras, visibles y separadas en la cuales transcurre la comunicación de una sociedad: por un lado, los medios masivos; por el otro, las redes sociales. Dos esferas ligadas, pero cuya reproducción no es reductible. Los medios son privados; las redes son imprivatizables. Los medios dividen entre el emisor y el receptor; en las redes, todo emisor es un receptor y viceversa. En la red, la producción de lo público es estocástica; en lo medios, la casa manda... y siempre gana. El #YoSoy132 es el que ha planteado el desafío de repensar el estatuto de los medios en esta trama. De ahí su originalidad. Sin embargo es un desafío que todavía no es elocuente. Hay en el #YoSoy132 dos tendencia visibles: una que ve al movimiento como un esfuerzo para abrirse paso en el sistema; otra que lo ve como una alternativa al sistema. La segunda ha predominado, pero no del todo.

En cuarto lugar, la horizontalidad de la representación. La renuncia a los líderes estancos, al dirigentismo, la rotación de voceros son aportes invaluables a una cultura política acostumbrada al gran relato de quienes detentan lo saberes políticos. Pero sobre todo, la idea de que una sociedad se transforma a partir de los resquicios en los que hace corto circuito y no con grandes proyectos nacionales.