Opinión
Ver día anteriorJueves 26 de julio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nostalgia de los viejos talleres
N

o es una regla fija, porque algunos de nuestros mejores autores nunca acudieron a un taller de dramaturgia, pero muchos otros se formaron en éstos. Para los escritores incipientes el tallerismo aporta ventajas incuestionables, como es la de tener un guía y poder someter al escrutinio y debate de sus pares lo que ha ido escribiendo, para pulirlo y tomar la confianza suficiente que los lleve a proponerlo para su escenificación. En la actualidad proliferan y cualquier principiante que haya obtenido una mención en un concurso tiene los arrestos suficientes para atraer incautos a un taller de dramaturgia y cobrar por ello: hay que distinguir el trigo de la paja, pero desgraciadamente parece que padecemos grave insuficiencia de trigo, con las obligadas salvedades, y esto se refleja en mucho de lo que se está ofreciendo en nuestros escenarios.

Posiblemente el pionero en ofrecer talleres de dramaturgia en México fue Emilio Carballido. Primero en el Instituto Politécnico Nacional (IPN) en el que se dieron a conocer aquellos a los que la actriz y promotora Nieves Marcos llamó los autores politécnicos, aunque fue en el que impartió posteriormente en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) en el que tuvo mayor eco, ya que apoyados por Guillermo Serret, jefe del Departamento de Actividades Artísticas de esa universidad, los miembros del taller (como Óscar Villegas, el precursor de tantas cosas que abandonó la dramaturgia por la alfarería, Tomás Espinosa, quien no logró un montaje decente de sus obras, Víctor Hugo Rascón Banda celebrado en vida y muerte y el malogrado Gerardo Velázquez, entre otros) presentaron lecturas dramatizadas en lo que se conocería como Movimiento de la Nueva Dramaturgia. Posteriormente, en la Sociedad General de Escritores Mexicanos (Sogem), Carballido tuvo como miembros de su taller a escritores como Sabina Berman, quien también asistió al taller de Hugo Argüelles en el que estuvieron otros destacados dramaturgos como Luis Eduardo Reyes y Jesús González Dávila quien, como Rascón Banda lo hiciera con Carballido, compartió este taller con el de Vicente Leñero del que fue miembro destacado junto con la hija del dramaturgo, Estela, Tomás Urtusástegui y Antonio Zúñiga por citar algunos.

Todo este recuento es para mostrar, a través de los nombres de los talleristas –los que dirigían y los que acudieron para afinar su arte– que al rigor se sumaba la libertad, ya que quienes encabezaron los talleres (ni siquiera Hugo Argüelles, que definía a sus obras como de humor negro y estaba muy apegado a los viejos paradigmas de género y estilo) nunca intentaron imponer más criterios a los talleristas que el de pergeñar textos con calidad y la convicción de que hablara Claudel. Ahora, parece que eso no importa ya. Aunque algunos autores noveles vayan a algún taller, poco lo muestran en sus textos y por supuesto no me estoy refiriendo a dramaturgos jóvenes que ya cuentan con sólidas trayectorias. Hablo de aquellos que emiten ocurrencias no relacionadas, o muy poco, unas con otras, para intentar contar sus historias que caen en la incoherencia sin por ello pertenecer a la fenecida corriente del absurdo o dar inicios de algo onírico, con lo que podrían ser surrealistas en el mejor de los casos. No se trata de que sean realistas, porque muy importantes dramaturgos de la segunda mitad del siglo pasado como Óscar Liera no lo fueron y en la actualidad se pueden citar las sólidas experimentaciones dramatúrgicas de autores como David Olguín y Luis Mario Moncada. El problema está en otra parte.

A lo mejor es porque estos autores noveles carecen de una buena formación en el ámbito de su competencia y no estaría de más que tomaran algún buen curso de composición dramática. No les estoy recomendando que lean al viejo Aristóteles, aunque no estaría de más para que entendieran lo que es una trama y lo manejaran en los talleres de dramaturgia. Les estoy sugiriendo que no tengan tanta prisa por destacar y que entiendan que las innovaciones son hechas por quienes tienen bien sabido lo convencional, como en esos talleres literarios en que los aspirantes a poetas comienzan por hacer décimas y sonetos para partir hacia el verso blanco y verso libre.