Opinión
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Mar de Historias

Luz de ausencia

D

e enero a junio todo el empeño de mi tía Teresa estaba comprometido en someterse a las pruebas de paciencia y conocimientos que le imponían los crucigramas. En el cajón de su buró conservaba como trofeos los muchos resueltos por ella. Alguna vez me dijo en broma que estaba pensando en enmarcar los que habían sido más difíciles de resolver y ponerlos en la pared de su cuarto, junto a la única fotografía en donde ella posaba sola, vestida de novia, con un ramo de azucenas entre los brazos y envuelta por una luz blanca y deslumbrante.

La foto ilustraba el capítulo más amargo en su vida: el matrimonio que no se consumó. Dos meses antes de que ella y su novio se casaran Arcadio se mató en un accidente carretero. En la fecha prevista para la boda mi tía decidió acudir con su traje de novia al estudio fotográfico junto a la iglesia de Nuestra Señora y posar en sus nupcias con su rara viudez.

Las ocasiones en que Teresa me llamaba a su cuarto yo me detenía ante la foto. El tiempo le confirió una especial belleza a la imagen; sin embargo, la mirada perdida de la novia, su soledad y sobre todo la luz blanca dirigida al sitio en donde debía estar el esposo ausente daban a la escena un tinte desolador y macabro.

Siempre esperé el momento de que la foto desapareciera y ocupara su sitio una reproducción barata o uno de los crucigramas resueltos por mi tía. Comprendo que para ella tuvieran un gran valor porque después de todo concentraban largos minutos de espera, entre la llegada de un paciente y otro, al consultorio del doctor Zambrano. Gastroenterólogo.

II

Mi tía fue su secretaria durante 20 años. Su constancia y la eficiencia que demostró no se reflejaron en mejoras sustanciales de su sueldo, pero la hicieron acreedora a algunos privilegios. El más significativo: tres o cuatro semanas de descanso entre julio y agosto. En ese lapso los nietos del doctor Zambano salían de vacaciones y él deseaba consagrarse a ellos sin las pausas que su profesión le imponían en los otros meses.

Durante el largo paréntesis en su trabajo la única obligación de mi tía Teresa era presentarse en el consultorio los lunes para oír los mensajes y recoger la correspondencia. El resto de su descanso pudo haberlo dedicado a pasearse por la ciudad, hacer visitas o algún pequeño viaje, pero ella siempre lo destinó a pintar su cuarto. Mi madre le insistía en que para eso contratara los servicios de un albañil. Ella nunca aceptó. Tal vez su resistencia se haya debido a la desconfianza que le inspiraban los trabajadores o quizá a que deseaba sentirse dueña absoluta de su espacio como no lo había sido de su destino.

Apegada a su proyecto renovador, conforme iban acercándose sus vacaciones mi tía renunciaba a los crucigramas para dedicar todos los minutos de espera a ver los folletos de ofertas en las tiendas de autoservicio y los muestrarios que iba recolectando en las tlapalerías donde era conocida. Por la noche, al volver de su trabajo y después de la cena, los desplegaba sobre la mesa en espera de nuestra opinión mientras leía ilusionada –como quien consulta una mapa turístico– los nombres de los colores a elegir: bermellón, carmesí, azul cobalto, borgoña, verde musgo. Una vez le dije: ¿Y por qué no blanco? No me gusta, fue su respuesta.

A nosotros la costumbre de mi tía de repintar su cuarto cada año nos significaba la tremenda molestia de pasarnos semanas enteras mareados por el olor a thíner y a pintura. Para, colmo ese tufo también contaminaba el sabor de los alimentos y hasta del café.

Por desgracia no estábamos en condiciones de evitarnos esas contrariedades y mucho menos de protestar. Como inquilina puntual, Tere tenía todo el derecho de hacer en su cuarto lo que le diera la gana, según palabras de mi mamá. Mi padre no estaba de acuerdo con ese argumento y para demostrarlo, en presencia de su cuñada abría las ventanas con brusquedad ostensible o inundaba las habitaciones con el desodorante de baño oloroso a maderas tropicales. Resultado: la casa se convertía en un inmenso retrete con aroma a bosque de utilería, a thíner y a pintura de aceite. Mientras, muy lejos, a la orilla del mar, el doctor Zambrano gozaba de unas merecidas vacaciones al lado de sus nietos.

III

Durante las semanas consagradas por mi tía a la remodelación de su cuarto conservaba el hábito de levantarse a las cinco de la mañana. A esas horas, sin consideraciones para nadie y supongo que después de haberlo planeado bien durante la noche, se ponía a separar los muebles de las paredes y a concentrarlos en medio de la habitación. No puedo decir que el ruido haya sido infernal, pero sí enemigo de nuestro descanso.

Mi madre siempre se preocupó de que en la familia al menos compartiéramos la hora de la cena y el desayuno. Mi tía, que a la primera mesa se presentaba impecablemente vestida para ir al consultorio, en su periodo de vacaciones remplazaba el camisero o el traje de dos piezas por un overol ridículo que convertía su figura en una mala broma. Indiferente a su aspecto, respondía apenas a los saludos, desayunaba de prisa, en silencio, sin ocultar su mal humor matutino. Apenas terminado el desayuno iba a la cocina para lavar la loza que había usado y lista para emprender, tranquila y a sabiendas de que ni en eso era gravosa para mi madre, su trabajo como pintora de brocha gorda. Antes de iniciarlo descolgaba su retrato de viuda célibe y lo metía en una caja expresamente destinada para eso.

Mi tía acostumbraba dejar entornada su puerta. Al volver de la escuela podía verla deslizar la brocha con movimientos delicados y cada vez más lentos. El último año en que hizo la remodelación eligió para las paredes un tono lila que vino a sustituir el anterior, un verde seco demasiado oscuro para una habitación sin ventanas y sin luz natural.

Antes de que mi tía terminara de pintar su cuarto, una mañana la sorprendió una muerte repentina. Enfrentados a la terrible pérdida sólo tuvimos un consuelo: No sufrió. Al cementerio acudimos mis padres, yo y unos cuantos vecinos. (El doctor Zambrano se enteró de la noticia dos semanas después. Nos mandó un mensaje y no tuvimos más noticias de él.)

Pasó algún tiempo para que nos atreviéramos a entrar en el cuarto de mi tía Teresa. Al abrir la puerta sentimos el olor a pintura. Mi madre dijo: Es increíble que haya durado más que su vida. Me acerqué a la caja en donde había quedado el retrato y lo saqué. Estuve mirándolo largo tiempo. Era el mismo que había visto durante años y sin embargo me pareció que las flores del ramillete nupcial, las paredes del estudio fotográfico y la luz que iluminaba la ausencia de Arcadio era más intensa, más blanca: el único tono con que mi tía nunca quiso recubrir los muros de su cuarto.