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Borges y México

El encuentro con la poesía, Carlos Montemayor.*

J

orge Luis Borges, su obra y su relación con México serán el tema de tres actividades que se realizan esta semana con la presencia de su viuda, María Kodama. Este martes se realiza la presentación del libro Borges y México, y la inauguración de una muestra homónima en el Palacio de Bellas Artes a partir de las 19 horas en la sala Manuel M. Ponce. El miércoles, en esa misma sala, se presentará Obras Completas, a las 19 horas, y el jueves María Kodama estará en el ciclo Guía Literaria del Centro de Creación Literaria Javier Villaurrutia (Nuevo León 91, colonia Condesa) a las 19 horas. El volumen Borges y México, publicado por Lumen, reúne 30 ensayos acerca del escritor argentino, que visitó nuestro país en 1973, 1978 y 1981. El título, preparado por Miguel Capistrán, incluye un capítulo llamado Breve Antología con 12 textos de Borges. Con autorización del sello Random House Mondadori, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto del libro

El recuerdo sitúa de manera inesperada el transcurso del hombre, su vida, su recorrido; sus ámbitos son vastos y el círculo reducido de un hombre halla vasos comunicantes que lo rebasan y lo extienden, inevitable. El recuerdo suele mostrarse como el vaho que empaña un espejo y cuyo origen no logramos remontar; el espejo de que habla san Pablo, el espejo de las conjeturas de Léon Bloy. Se entrelaza con Swedenborg, con Spinoza, con los cabalistas, con el minucioso mundo de una conciencia que nos hace participar de los siglos, de nuestra especie y del cosmos. La transformación laboriosa de un texto, de un poema, incursiona en el recuerdo de un idioma o de su especie; el idioma mismo es un vasto recuerdo en que se acumula la realidad que nos cedieron hombres anteriores. Repetir un gesto, un abrazo, volver a sentir un afecto, es congregar una memoriosa forma de vida humana: amar, odiar, reír, despertar, soñar; son modos de ser de una insistente memoria humana, de una humildad de la vida. Borges abre este cauce y recobra la frescura de todo el orbe simbólico que la vida diaria promueve y soluciona.

La tradición humana o la tradición del idioma, la tradición estética: ese otro recuerdo.

Esto es el cordel de oro de El inmortal; es el contorno esotérico de Las ruinas circulares o de la Trama del traidor y del héroe; es el motor inmóvil de El jardín de senderos que se bifurcan; es la música que se desprende del lenguaje de la última parte de El fin; son las comarcas definitivas y asombrosas de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (el final de este relato es más que cierto: la comprensión del texto y su conclusión está en la memoria de sus lectores), y El acercamiento a Almotásim

Muy laborioso será indicar este principio en la obra de Borges: a través de ella se abre otro recuerdo: tradiciones, hechos, sensaciones físicas y de la inteligencia –como decía Cuesta–, los velos vastísimos de los lenguajes de Occidente cerrados en vagos volúmenes de una biblioteca de Babel en que Borges incursionó y nos abrió camino. Recuperar nuestras bases, nuestros infiernos fundamentales del idioma y de la lectura (los infiernos de los latinos, de los griegos, de los hebreos, de los nórdicos), es el hecho cotidiano ya la vez simbólico de la obra de Borges: ninguno de los escritores contemporáneos (poetas y prosistas) de nuestra lengua, ninguno, repito, como él, nos da las raíces profundas del pensamiento, de la lectura, de la búsqueda y del hallazgo de la cultura y sus raíces míticas, poéticas, ocultas. El poeta que vive cotidianamente en esos laberintos y nos conduce como hierofante, es él. Como Homero, como Fausto, Borges conoce la ceguera: tan sólo el contorno distingue, el resplandor de la luz, porque de lo que es externo sus ojos ya sólo pueden aceptar la luz:

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Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos… ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba? (El Testigo) Cuando Cruz se vuelve a encontrar en esa noche cerrada donde gritan los chajás y acosan al bandolero fugitivo Martín Fierro, cuando comienza a comprender que él era en verdad el otro, el que se recobra en medio de la noche y del duelo de cuchillos, Borges tuvo la sagacidad de haber señalado, antes del canto del ave chajá: avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento.

Los versos alejandrinos de La noche cíclica insisten en este hecho (versos celebrados en México hace ya treinta años por Xavier Villaurrutia)

…Pero sé que una oscura rotación pitagórica noche a noche me deja en un lugar del mundo que es de los arrabales. Una esquina remota que puede ser del norte, del sur o del oeste pero que tiene siempre una tapia celeste, una higuera sombría y una vereda rota…

…Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras; vuelve a mi carne humana la eternidad constante y el recuerdo, ¿el proyecto? de un poema incesante: “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras…”

El recuerdo de los objetos, de las formas que van configurando los destinos humanos, envuelve en varios textos de Borges la explicación cotidiana de varios hechos. Esa memoria de los cuchillos encerrados en una vitrina, cuando ya sus gauchos eran polvo, permite el formidable texto de El encuentro. Ese universo permite saber que Funes el memorioso es lo que no se piensa, es asomarse a la verdadera conciencia, cuya sangre o realidad está más allá del recuerdo. Es la revelación de ese poema de las cosas:

…Las cosas que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.

Cuando el cautivo retorna a la casa de sus padres, sin entender las palabras que oye, Borges apunta: Yo quería saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron. (El cautivo).

La lectura vagamente erudita, muy humana, en cambio, de Borges, me parece ser un recuerdo, un conjuro que abre la memoria humana y la lleva a alcanzar el ámbito cardinal del hombre, el hombre primordial, el único. Durante muchos años yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre, escribió en La flor de Coleridge, y acaso no debemos vacilar en aceptarlo literalmente.

Los nombres que asume este hombre (Carlyle, Becher; Whitman, Coleridge, etc.). Sólo es mera estadística, es una adición imposible, como dice uno de los más bellos poemas de El oro de los tigres: Un solo hombre ha mirado la vasta aurora.

Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne.

Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.

* En Revista de la Universidad de México, núm. 3, noviembre de 1972, pp. 37-39.