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Marilyn Monroe: la poeta que se convirtió en sex symbol
¿Q

ué hizo de Marilyn Monroe un rostro perdurable tan conocido como La Gioconda, un icono transgeneracional, una leyenda viva? Por qué después de medio siglo, a diferencia de muchos de sus contemporáneos su imagen sigue siendo tan actual?

Quizá porque Marilyn Monroe no sólo fue bella, ni sólo fue sexy, ni sólo fue inteligente. Quizá porque fue todo eso y una rubia boba en sus personajes y una mujer con intensa curiosidad crítica que resistió los embates del macartismo y su cacería de brujas, que quiso modificar y modificó su vida y su mundo que fue Hollywood (esa industria que devora y fabrica imágenes como ganado a decir de Hitchcock) y el circuito de la alta política que como en la época de los Kennedy inventa y desecha personajes.

De que modificó su vida no cabe duda. Pasar su infancia en cinco o seis hogares de refugio y un orfanato y llegar a las fiestas de los Kennedy no es cosa fácil; y crear sus reglas y legislación propias en un mundo esclerotizado por las formas de la política donde caravanas y genuflexiones son el santo y seña de la sobrevivencia, tampoco es algo que resulte sencillo.

Randdy Taraborrelli en La vida secreta de Marilyn Monroe rescata un momento que describe muy bien cómo se manejaba con los personajes de la Casa Blanca. Resumo su relato:

En febrero de 1962 invitaron a Marilyn Monroe a una cena en honor del presidente Kennedy. La cena era a las ocho y a las siete treinta un automóvil pasó por ella. Marilyn, por supuesto no estaba lista. Según su mucama aún no sabía qué vestido ponerse y su estilista Kenneth Battelle estaba tratando de peinarla. A las ocho el asistente personal de Kennedy regresó a la fiesta y mandó una limusina por ella que llegó 15 minutos después. Milt Ebbins, el encargado de llevarla,  a las 8:45 seguía esperando. Presionado telefónicamente por el asistente de Kennedy, a las nueve Ebbins entró a la habitación y encontró a Marilyn totalmente desnuda aunque con zapatillas frente a un espejo con un delineador en la mano. Sólo entonces ella empezó a ponerse el vestido por la cabeza y le pidió ayuda para bajarlo. El entallado vestido no pasaba de su cintura. Tu puedes, jala, tu puedes escuchaba Ebbins arrodillado frente a ella. Después se puso una peluca roja y unas gafas para que no la reconocieran en la calle y así llegó a la cena. En la puerta del salón le dio a un guardia del servicio secreto sus lentes y a otro la peluca. Se esponjó el cabello, abrió la puerta y en un tris todo se detuvo salvo ella. Los invitados mudos hicieron una valla que la llevó adonde estaba Kennedy. Al fin llegaste le dijo, sonriente la tomó del brazo y se alejaron de la concurrencia…

En Hollywood el comportamiento de Marilyn era muy parecido. Le gustaba el cine y la actuación pero no esa industria donde te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma. No es extraño que en su última etapa formara un productora para hacer sus propias películas. Un desafío a la industria hollywoodense de entonces.

Sus desafíos políticos tampoco fueron menores: en pleno macartismo, cuando la cacería de comunistas, al ser interrogada sobre la militancia de actores cerró su intervención con un broche de oro: mi color favorito es el rojo.

Demócrata confesa, liberal evidente, feminista de hechos más que de palabras cuya sexualidad no fue un desplante contra la liga de la decencia sino un gozo que se negó a ocultar, se convirtió desde su muerte en un mito, según el semiólogo Ernesto Cid por las contradicciones que confluyeron en su persona: es la rubia boba en sus personajes pero en sus entrevistas dice frases como dardos donde brilla la inteligencia (“Una sex symbol se convierte en un objeto y yo detesto ser un objeto. Pero si he de ser un símbolo de algo, prefiero serlo del sexo); es la actriz que llega tarde a la grabación de una película pero también es aquella que viaja al frente de guerra para apoyar a los soldados que enchamarrados por el frío disfrutan de su presencia enfundada con vestidos de mucho escote y sin espalda y que pese a la pulmonía que la atrapa, sigue trabajando.

Foto
Marilyn leyendo el Ulises, de James Joyce, Long Island, verano de 1955, en imagen incluida en el libro Marilyn Monroe: fragmentos, poemas, notas personales, cartasFoto Eve Arnold/ Magnum Photos

Según sus cuadernos de notas Marilyn no conoció la felicidad pero fue muy alegre. Allí puede leerse que ella fue todas las partes de su cuerpo y según Antonio Tabucchi, también esa mariposa de aletear errante que no pierde dirección.

Sólo partes de nosotros, llegarán a tocar partes de los demás escribe, porque estamos en realidad más bien solos. Si somos conscientes de ello, dice Marilyn en su cuaderno de notas, sólo podremos aspirar a encontrar la soledad de otro.

Poeta a decir de Tabucchi y de las bellas metáforas de sus versos, Marilyn fue para Norman Mailer una poeta callejera que trató de decir sus versos a una multitud que le hacía jirones la ropa.

Otra imagen contradictoria que la fijó en el imaginario colectivo al parecer de manera indeleble es aquella cuando graba la cinta La tentación del séptimo año: originalmente la cinta se grabó en Lexington Avenue y la calle 52 muy de mañana. Pero fue tal la multitud y los fotógrafos que llegaron que las escenas no pudieron utilizarse. El rumor, la gritería y los aplausos de casi dos mil personas, según la prensa de la época, obligaron a grabar la escena en un estudio. Esa imagen es la de una mujer erotizable por su espléndido cuerpo sorprendida por un viento que le levanta el vestido y que ella goza pero que pudorosamente trata de ocultar. Para unos el viento del deseo le levanta el vestido. Para otros es el cuerpo que se entrega sin pensar la fuerza de esa imagen.

Naturalmente esa imagen del vestido perturba, pero también aquella de la fotografía donde se le ve leyendo el Ulises de James Joyce. No sólo eso: la sex symbol del siglo XX según la revista Play boy tuvo una biblioteca llena de clásicos como Steinbeck, Hemingway, Flaubert, Milton, Ellison y de autores que aún no lo eran en esos años como Albert Camus con La caída o Jack Kerouac con En el camino.

Dicen que los mitos reúnen, no aproximan. Nos hacen parte de su vida para dar forma al desorden de la experiencia cotidiana; para vislumbrar que la pedacería que son horas, que son días, que son años son acaso en su conjunto una gran epifanía, una revelación que llega y se va como un parpadeo y que hace que lo fugitivo permanezca. Su belleza sobreviviente del mundo antiguo como definiera Passolini, requerida por el futuro, la seguimos poseyendo en ese presente que no cesa y al que sólo acceden los mitos.