Opinión
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Mar de Historias

Después de la tormenta

L

a arboleda es oscura y tan densa que parece hecha de un solo tronco y un follaje único. Brilla al sol como una esmeralda. En la oscuridad emboza su hermosura y se vuelve un peligro más para los habitantes del asentamiento que surgió y desapareció sin nombre ni registro en el plano de la ciudad.

Sus primeros moradores aparecieron allí hace 40 años. Desde entonces alentaron la esperanza de que algún día su asentamiento alcanzara nivel de colonia. Antes de que los urbanistas aparecieran con sus aparatos de medición y sus equipos de trabajo llegó la tempestad. Se anunció desde muy lejos, a media tarde con un oscurecimiento repentino, tan parejo que semejaba las lonas que se alquilan para techar un predio cuando hay fiesta. Por encima de esa sombra pareja zigzagueaban los relámpagos. Después se oyeron truenos ensordecedores que interfirieron con las conversaciones, la novela televisada y el eterno pleito de los muchachos por tener el balón.

Cada quien vio y escuchó esos fenómenos desde diferentes perspectivas, pero sin miedo. ¿Por qué temer si en cada casa había un altar con vírgenes y santos milagrosos? Además no era el momento de andarse con cuentos porque a esas horas todo el mundo tenía obligaciones.

II

Yo estaba lavándole su ropa a mi suegro cuando apareció el nubarrón y pensé: por si llueve, tiendo adentro de la casa.

Mi esposo seguía arreglando la antena de la tele. Al ver los relámpagos le pedí que dejara la compostura para después, no fuera a electrocutarse.

Mi bebé se soltó llorando cuando oyó los truenos y ya no pude dormirlo.

Me alegré porque la lluvia iba a hacerles bien a mis plantas, pero al notar que Spider corría a esconderse debajo de la cama sentí algo de inquietud porque mi perro jamás se asusta de nada.

Iba a gritarle a Christian que se metiera cuando empezaron a caer los goterones así de grandes. Y luego los granizos como piedras. Mi techo es de lámina, así que sonaba bien feo.

Venía de comprar el pollo cuando me agarró el aguacero. Estaba tan tupido que yo no veía ni por dónde caminaba. Antes no me resbalé.

Siempre que va a llover me duele la rodilla, pero esta vez no sentí dolor. Fue como si ni tuviera rodilla, pero con todo y eso se nos vino el agua encima.

III

Todos los colonos vieron, escucharon, sintieron pero ninguno imaginó que después de la oscuridad repentina, los relámpagos y los truenos la lluvia cegadora dejaría caer su fuerza destructiva sobre los techos que habían tendido lámina a lámina, metro a metro; contra las paredes que los abuelos empezaron a levantar años atrás con sus manos, con materiales adquiridos de a poquito que luego transportaban sobre sus propias espaldas.

A decir de todos, la tormenta se encarnizó sobre el asentamiento unos minutos. A lo largo de ese tiempo que pareció interminable se aferraron las manos a las manos, se escucharon rezos e imploraciones hasta que al fin cesó la lluvia. Se fue llevándose el cielo encapotado pero impuso silencio. El pequeño mundo al sur de la ciudad quedó inmóvil. Si algo se agitaba eran las hojas o los pétalos tocados por inofensivas gotas de lluvia que iban a sumarse a los raudales que descendían por las calles vueltas a sus orígenes de zanjas.

Los ladridos de los perros y el llanto de los niños rasgaron la quietud, el silencio. Ya nadie pudo mantener los ojos cerrados para evitar la realidad dejada por la tormenta. Todos fueron testigos de que donde unos minutos antes había techos nada más quedó el cielo; que en lugar de paredes se levantó un espacio de todos, sin fronteras, sin lo mío o sin lo tuyo. Bajo los pies ya no hubo suelo sino tierra resbaladiza o el amenazante vacío.

Después de la tempestad lo único que sigue firme es la arboleda. Más verde, casi negra, envuelta en bruma y humedad parece más que nunca un solo árbol con un follaje único.

IV

Entre la incredulidad y el temor de un nuevo desastre, los colonos caminaron entre las ruinas para mirar las calles desordenadas, intransitables, que los mantuvieron aislados. Para darse la mano a distancia y consolarse tuvieron que gritar con fuerza, como quien arroja un lazo hacia una estaca para evitar que lo arrastre la corriente. Empezaron por reconocer que son afortunados porque tienen la vida, que las cosas materiales van y vienen, pero cuando desaparecen duelen.

¿Cómo no va a dolerle a Susana que la corriente se haya llevado el único sillón que tenía? De haber sabido lo que iba a pasar se lo habría regalado a su prima Elsa. Vive en Zacatecas y allá casi no llueve.

¿Quién va a burlarse de que Antonio llore porque una piedra que se desprendió del cerro haya hecho pedazos su camionetita? No había terminado de pagarla y aún debe la última reparación. Tendrá que cubrir esos adeudos, pero ¿cómo? Sin su Chimina, como bautizó a su vehículo, ya no tiene medio para trabajar ni ganas de hacerlo. Su mujer teme que vuelva a beber.

Cuando a uno se le muere un animalito con el que ha convivido años, lo extraña si se pierde y lo llora cuando se muere. Por eso, nadie es capaz de criticar a Amanda porque le suplique a todo el mundo que por favor, por favorcito, si ven a su perro Mancha, aunque sea muerto, le digan en dónde está. Si él la acompañó durante 11 años no sería justo que ella lo dejara pudriéndose entre el lodo.

Todos guardan un silencio respetuoso cuando Natividad cesa su búsqueda entre las ruinas de lo que fue su casa y les explica que está buscando los retratos de sus abuelos, de sus padres, de sus hermanos. Desde que todos murieron esas fotos eran su única familia. Ahora que perdió su casa las necesita más que nunca.

Natividad sigue hurgando. Enseguida la imitan sus vecinos. Ellos también requieren anclas para afianzar su historia. Envueltos en ropa húmeda, protegidos con bolsas de plástico y trapos, empiezan a reconquistar las tierras inundadas, avanzan cautelosos, hunden las manos en el lodo, remueven las piedras con la esperanza de encontrar tesoros: los pequeños objetos que les recuerden cómo fue su vida antes de la tormenta junto a la arboleda: un solo tronco, un follaje único.