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Vidal vital

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En imagen de 2001, el escritor Gore Vidal, fallecido el martes pasado en Los Ángeles. Crítico implacable de su país, Estados Unidos, decía: hay un solo partido, el Partido de la Propiedad... y tiene dos alas derechas: republicana y demócrataFoto Reuters
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al vez le tenían tanto miedo porque era uno de ellos. Los conocía íntimamente. Convivió en sus mansiones y lujosas oficinas en lugares como la Casa Blanca, los pasillos del Congreso (su abuelo fue senador), en las suites empresariales, en las altas esferas de Nueva York y Hollywood. Conocía los engaños, las manías, las maniobras, las mentiras, las justificaciones, la prostitución inescapable, las traiciones, también las tonterías de las cúpulas políticas, económicas y culturales de Estados Unidos. Era aristocracia a la estadunidense, pero justo por ello, para ellos, era muy incómodo, hasta peligroso.

Gore Vidal, quien falleció el 31 de julio, desnudaba la farsa oficial contemporánea e histórica tanto en el teatro político como en el cultural. “Hay un solo partido en Estados Unidos, el Partido de la Propiedad… y tiene dos alas derechas: republicana y demócrata. Los republicanos son un poco mas estúpidos, más rígidos, más doctrinarios en su capitalismo laissez-faire que los demócratas, quienes son más monos, más bonitos, un poco más corruptos, hasta recientemente… y más dispuestos que los republicanos a hacer pequeños ajustes cuando los pobres, los negros, los antimperialistas no se portan bien. Pero, en esencia, no hay ninguna diferencia entre los dos partidos”, escribió Vidal.

Feroz crítico de George W. Bush y sus políticas, tampoco se impresionó con el presidente Barack Obama, a quien calificó de incompetente y pronosticó que no sería relecto, aunque consideró que eso es una lástima porque es el primer presidente intelectual que hemos tenido en muchos años, pero no la puede hacer. No está a la altura, está abrumado.

No era que Vidal dijera cosas que nadie más decía, pero al decirlas un hijo de la clase privilegiada tenía un eco mucho más potente. Además, sabía cómo decirlas: todos, incluso enemigos, tenían que confesar admiración por su ingenio, su manejo del idioma, la elegancia de sus palabras, tanto en boca como en la página escrita.

Vale subrayar que políticamente no era un radical, ni mucho menos un revolucionario, ni integrante de organizaciones opositoras o movimientos sociales. Su brújula eran los mejores principios estadunidenses, expresados por diversas figuras a lo largo de la muy breve historia de este país. Lo que más deseaba era la recuperación de lo que llamaba la república en Estados Unidos, una economía de paz en lugar de una de guerra, una democracia en lugar de un Estado de seguridad nacional, y que dejemos en paz al resto del mundo, antes de que el resto del mundo se harte de este país.

Algunos lo acusaban de aislacionista, por oponerse a toda intervención y a las guerras después de la Segunda Guerra Mundial, a las cuales llamaba imperiales. Otros reprobaban que desnudara mitos de la historia oficial.

Tampoco toleraba a periodistas y sus medios (sobre todo estadunidenses), escritores reconocidos, políticos, artistas o figuras famosas, si consideraba que eran estafadores, vividores o simplemente cretinos. A Truman Capote lo calificaba de animal apestoso, de Warhol decía que era el primer genio que conocía con un IQ de 60, Norman Mailer era un publicista, y Bush y Cheney eran simplemente golpistas de Estado, Bob Dylan no sabía nada de todo el trabajo que implica armar poemas, y así.

Aunque se burlaba de la sociedad estadunidense en general –con lo cual se ganó calificativos de arrogante y aristócrata, si no peor–, odiaba la injusticia de la cúpula contra esta sociedad. En referencia al huracán Katrina, Vidal escribió en sus memorias de la catástrofe en el Golfo de México, donde una clase gobernante racista abandonó a los habitantes afroestadunidenses del Golfo y tampoco hizo mucho por los blancos sin dinero. El dinero es ahora una gran muralla china que separa a los estadunidenses ricos de los pobres, una división que empieza a parecer tan eterna como la propia Gran Muralla.

También le encantaba la diversión, jugar, y con su muy buen gusto en cuestiones de arte, alimentos, bebidas, nunca ocultó su gran placer con el placer, o, como escribió, así con altas, Arte y Sexo. Contento no estaba, según sus memorias y lo que cuentan amigos. Tampoco se abría mucho, según él. Soy exactamente como parezco ser. No hay una persona cálida y adorable adentro: bajo mi exterior frío, una vez que rompes el hielo, encontrarás agua fría.

Sabía jugar el juego del poder, la fama y la influencia mientras lo criticaba; nunca fue expulsado del ágora de los poderosos. Sus libros eran publicados por las principales editoriales, las grandes cadenas de televisión y los estudios de Hollywood lo contrataban y lo invitaban. Pero se burlaba de todo, incluso del vasto elenco de gente famosa que conocía. Me he encontrado con todos, pero no conocí a nadie, dijo alguna vez. También se burlaba de su encanto por aparecer en televisión. Nunca me pierdo una oportunidad para tener sexo o aparecer en televisión. Tampoco era modesto, ni pretendía serlo, aunque también se burlaba de sí mismo. No hay un solo problema humano que no pudiera ser solucionado si la gente simplemente hiciera lo que yo aconsejo.

Pero a pesar de su complejidad y contradicciones, tal vez exageradas por él mismo, su presencia en la escena estadunidense –y por lo tanto la mundial– era clave. No le asustaba la verdad, ni tampoco decirla, sobre su país. El hecho de que no estuviera intimidado por las altas esferas –en parte porque él era uno de ellos– hizo que se volviera un referente a veces vital, ya que nos lograba salvar en la marea cotidiana estadunidense manipulada, confusa, anestesiada, con amnesia, es decir las condiciones que favorecen a los dueños de la vida política, económica, social y cultural de este país.

Y no es que haya revelado cosas que otros no veían; su talento era llamar a las cosas por su nombre. En este país se agradece a cualquiera que se atreva a desengañar, irrumpir en el incesante debate, romper el ruido aceptable con un sonido sensato. Por hacer todo eso de una manera salvajemente culta y hasta, pues sí, elegante.