Economía
Ver día anteriorMiércoles 8 de agosto de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las preguntas son la respuesta
M

i generación de economistas se formó en un periodo en el que la economía vulgar alcanzó los niveles más bajos de vulgaridad. Se impone una aclaración. Estoy citando a la señora Joan Robinson, la maestra en Cambridge que afirmó lo anterior en su Carta abierta de una keynesiana a un marxista. Es un texto dirigido a su colega Ronald Meek en 1953, pero la frase se aplica a nuestra experiencia en la academia, además de caer como anillo al dedo en los tiempos que corren.

A lo largo del siglo XX la teoría neoclásica dominó la vida académica y el mundo de la política económica. Cuando se presentaron posiciones críticas, fueron recuperadas y, como hoy se dice, refuncionalizadas. Es lo que sucedió con Keynes. Cuando eso no fue posible, por ejemplo con los marxistas, la crítica fue marginada y castigada con el destierro. Lo importante era mantener sin contrincantes el espacio académico. Por ello, la teoría neoclásica triunfó en un torneo imaginario, luchando con su sombra. Sólo así pudo levantar extrañas catedrales con altares repletos de falsas deidades. La vulgaridad invadió sus templos hasta quitarle todo vestigio de pensamiento científico.

En el desarrollo de una disciplina científica con frecuencia la pregunta es más importante que la respuesta. Una de las grandes preguntas que lanzó Adam Smith es la siguiente: ¿puede un conjunto de individuos que actúan separadamente y sin coordinación producir resultados benéficos para todo el grupo? Esta pregunta se encuentra intercalada en toda la obra del pensador escocés, en especial en su análisis sobre la naturaleza y movimiento de los precios. Smith trazó así un modelo de problema teórico, un paradigma, que animó un programa de investigación de más de 200 años.

En el siglo XIX León Walras recogió la estafeta e intentó responder la pregunta. No pudo ofrecer una respuesta, pero con su modelo de equilibrio general estableció un poderoso formato para seguir buscándola. En el siglo XX, los trabajos de Hicks, Samuelson, Arrow y Debreu desarrollaron el plan de ataque trazado por Walras recurriendo a instrumentos matemáticos cada vez más sofisticados.

En trabajos publicados en los años 1959, 1960 y 1974 vinieron las malas noticias. Después de tanto esfuerzo, la conclusión es que en el caso general no se puede, repito, no se puede afirmar que las acciones de una colección de individuos aislados desembocan en resultados benéficos para todos. Desde entonces la teoría de equilibrio general fue guardada en una capilla para sólo sacarla a la luz en las peregrinaciones y días de observancia religiosa. Es la forma de asegurar que los millones de fieles sigan desconociendo las sagradas escrituras del neoliberalismo y mantengan su fe en las virtudes eternas del libre mercado.

La teoría macroeconómica neoliberal está basada en esa misma creencia. Su choque con el pensamiento de Keynes no puede ser más violento. El programa de investigación de Keynes se organiza alrededor de la necesidad de alcanzar el pleno empleo de los recursos en una economía monetaria de producción capitalista, el alcance de un balance de pagos entre todos los países con instrumentos compatibles con el pleno empleo y un sistema de tipos de cambio que permita lo anterior. Pero los poderes establecidos, en la academia y la política, decidieron que este programa de investigación era demasiado peligroso y le condenaron al exilio por subversivo.

Hoy, frente a una crisis que no pudieron prever, se podría pensar que los seguidores de los principios neoclásicos habrían adquirido por fin una brizna de humildad. Y en medio de un agravamiento de la crisis precipitado por las recetas y dogmas neoclásicos, se podría esperar al menos una ligera apertura intelectual. Pero no es así. Tanto en la academia, como en los espacios de la política económica la dogmática se ha endurecido. Desde lo más alto de la pirámide neoclásica, hoy se exige que el mundo se transforme para adecuarse a los axiomas de la teoría neoclásica.

Lo anterior no es una metáfora. Realmente lo que buscan las directrices del Banco Central Europeo y del Fondo Monetario Internacional, así como la retahíla de recetas sobre las tenebrosas reformas estructurales, es, en efecto, transformar el mundo. Su objetivo no es superar la crisis y restablecer los niveles de empleo que había antes del colapso. Su pregunta es: ¿cómo se puede destruir lo que queda del Estado de bienestar y las instituciones que obstaculizan la explotación de las clases trabajadoras? En eso reside la vulgaridad in extremis: cero ciencia, cero soporte racional para la política económica.

Decía Marx que la economía vulgar se contenta con traducir las nociones vulgares al lenguaje doctrinario. Por eso, los falsos eruditos desempeñan el papel de vulgarizadores de lugares comunes y desempeñan un papel apologético. Para ellos está cerrado el camino que lleva al trabajo científico. No pueden ver hoy que la pregunta histórica es: ¿cómo construir la transición al socialismo?