Fiesta de día de muertos, Janitzio, Michoacán, ca. 1952

¿Será la HORA?

Se equivocan los que creen que el cambio es ahora o nunca. Para como están el país y el mundo, la lucha se volvió permanente. La liberación nacional, el único horizonte de una verdadera democracia, ya aprendimos que ha de ser plural e incluyente. No termina con masacres, éxodos, guerras amorfas, cárceles repletas, huelgas vendidas, bloqueos reprimidos. Mucho menos con unas elecciones. Por supuesto dan envidia (incompleta) los procesos sudamericanos, pero ni Bolivia, ni Ecuador, ni Argentina llevan airosamente la defensa de la nación nada más porque sí. Grandes y pertinaces resistencias, movilizaciones, elaboraciones populares y no poco dolor preceden la consolidación de gobiernos obligados a ser decentes, aunque haya que andarles torciendo el brazo.

Cuando en 1996 el Congreso Nacional Indígena proclamó: “nunca más un México sin nosotros”, no peticionaba ni proponía un proyecto, sino que anunciaba un hecho: el paso estaba dado. Desde entonces el país no ha vuelto a ser sin ellos, y sin nuestros pueblos indígenas estaríamos peor. Le guste o no al poder (y no le gusta nadita), aquí están y defienden su existencia y sus derechos con la seguridad de los ciclos agrícolas y la ronda de las estaciones. La tierra no se vende, ¿cómo podría?

Todos los días es hora de luchar para ellos. Y porque siguen sabemos que no los han vencido. Imaginemos con qué impunidad ya estuvieran destruidos el desierto de Virikuta, los campos de Atenco, las montañas de Chiapas o los vergeles del valle del Yaqui de no ser por los pueblos que, haciendo esfuerzos titánicos vencen el hambre, el miedo y la desesperanza.

No se preguntan qué hacer. Lo hacen, aún contra (o precisamente en contra) de las acciones del Estado y sus archimillonarios aliados particulares. Ante tanto gobierno inepto, los pueblos indígenas prefieren gobernarse por sí mismos contra viento y marea. Siempre es la hora.