Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de agosto de 2012 Num: 910

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

En recuerdo de
Severino Salazar

José María Espinasa

Hardy, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

La realidad y la momificación de la poesía
Fabrizio Andreella

Lectura vs televisión
Ricardo Venegas entrevista con Rius

1907: la primera
primavera mexicana

Marcos Daniel Aguilar

El cielo de Paul Bowles
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Alonso Arreola
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De Borges a Adele… oficio

En la entrada del miércoles 20 de julio de 1955, en el gigantesco diario que dedicado a Jorge Luis Borges escribió Adolfo Bioy Casares, se lee:  “Comento a Borges el problema del cuento; está de acuerdo, hay que presentar al hombrecito al comienzo, como premisa:  ‘si no, todavía va a parecer que no sabías cómo solucionar el asunto y en la desesperación inventaste ese hombrecito’”,  dice el autor de “El Aleph”. Los argentinos se refieren a  “La sierva ajena”, un texto que respondería al ofrecimiento de publicación en México que le hiciera a Bioy la escritora Elena Garro. En sus pocas líneas conmueven la precisa reflexión formal, el compromiso con la efectividad del cuento, la dedicación de dos grandes oficiantes.

Es de madrugada. El insomnio hace mella en nuestro magín. Nos decimos que estamos exagerando, que esa es la forma como trabajan todos los escritores y compositores; que no tiene nada de especial. Algo, sin embargo, se queda en el estómago. Sentimos que en muchos casos la responsabilidad con los “detalles” se ha perdido. Pensamos en la música electrónica y folclórica, en tantos grupos de rock que no desean “perder el tiempo” discutiendo, hablando, analizando las muchas estructuras posibles de una canción; una omisión impensable en la música clásica, el jazz o, por increíble que parezca, el pop más comercial.

¿Ejemplo? Hace poco discutimos sobre la relevancia que sus ventas le atribuyen al disco 21 de la británica Adele. Producto de laboratorio, es innegable que muestra a una buena cantante magníficamente producida. Allí el asunto. El compositor, el arreglista que escribió la sección de cuerdas, el ingeniero de grabación, los músicos, pero sobre todo el coproductor Rick Rubin (quien dirige el proyecto completo), han debido conversar por horas, días, semanas, de modo similar a como hicieran aquella noche Borges y Bioy Casares ensayando distintas salidas para un reto creativo. Tal es la diferencia entre este disco y otros. Pulcro, finamente mezclado, el de Adele sabe reflejar, insistimos, el buen oficio de sus involucrados. ¿Duda el lector sobre la validez de nuestra forzada analogía?

El tema cinco del álbum se llama  “Set Fire To The Rain”. Es una bola de nieve que sabe crecer en dinámica, peso, tesitura y postproducción (mezcla, masterización). Comienza con una introducción de piano de cuatro compases que, en cada acorde, se adelanta medio tiempo afectando la estabilidad métrica. Se niega al pulso de la batería que entra, con la voz, dando golpes continuos de bombo mientras propone sutilmente la fórmula acentual 3 + 3 + 2, misma que cobrará sentido en el coro. Así, tras una vuelta de ocho compases del verso introductorio aparece el bajo. Sucede un giro más y llega el precoro, ese puente premonitorio de color subdominante que, sabiamente, se regala incompleto (siete compases en lugar de ocho), para causar un vértigo que inyecte esteroides a la primera bomba. Claro, el coro sucede sólo una vez pues debe ocultar su mecanismo en el clímax debutante.

Pasan luego un nuevo verso, otro precoro y, ahora sí, un coro doble que explota en alturas engañosas,  pues aunque lo parece no serán las mayores. Y es que ante la inmadura posibilidad de crecer desordenadamente, los escritores incrustan un interludio, ojo del huracán, justificación exacta para el retorno del coro cuádruple escindido por la letra en su parte media. Momento cuando Adele abandona los versos para jugar con falsetes y vibratos que dibujan un paisaje tan cursi como brillante. Claro: allí también se suman todos los instrumentos que antes aparecían y desaparecían a conveniencia psicológica, índice de que el cuento ha concluido develando su misterio, el diáfano aliento de su tonalidad menor. Cereza del pastel, tras el último acorde dominante el productor decide interrumpir la llegada del tiempo fuerte y la tónica definitiva, dejando la reverberación de las cuerdas y la voz por menos de un segundo. Han pasado casi cuatro minutos.

Presentado este aparente elogio diremos que la pieza de Adele no nos parece particularmente extraordinaria, ni eleva nuestro pulso cardíaco. Apenas nos gusta. La apreciamos, empero, desde su hechura e interpretación. Ingenuamente, con ejercicios como éste esperamos que los melómanos evolucionen reconociendo las partes de lo que escuchan, que vayan de lo general a lo particular y entrenen continuamente sus oídos, pues hoy la jungla musical es tan vasta como engañosa y son sus decisiones las que determinan quién perdura. Además, su gozo aumentará, evitarán juicios maniqueos, discusiones superficiales y sabrán distinguir a quienes –como aquellos escritores en esa noche de hace cincuenta y siete años– supieron rendir la inspiración en pos de un verdadero oficio.

Nota de la R: Por un lamentable error, en el número anterior se publicó una columna atrasada.
Pedimos una disculpa al autor y a los lectores.