Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de agosto de 2012 Num: 910

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

En recuerdo de
Severino Salazar

José María Espinasa

Hardy, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

La realidad y la momificación de la poesía
Fabrizio Andreella

Lectura vs televisión
Ricardo Venegas entrevista con Rius

1907: la primera
primavera mexicana

Marcos Daniel Aguilar

El cielo de Paul Bowles
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

Puerto Rico y el Caribe

Arreglando papeles me encontré este discurso de despedida de Puerto Rico:

Hay en Loíza una canción y una tarde serena a orillas de ese río en el que pensaba Julia de Burgos desde el frío de Nueva York.

Los primeros meses en la nación puertorriqueña fueron de relecturas, nuevas lecturas, confirmaciones y descubrimientos. Mercedes López Baralt me enseñó a leer a Luis Palés Matos y me descubrió todas las facetas de sus piedras preciosas. Entre todas brillaba oscuramente la majestuosa perla de su poesía antillana. Debo decir que estando en Puerto Rico no se siente el mar Caribe. La hermosa isla antillana está más cerca de los hielos del Bronx que de los palmares de Barbados (aunque la ceniza de la Soufriére nos confirme con frecuencia la ubicación caribeña). El huracán pasando por Guadalupe y enfilando el morro hacia Fajardo, y las voces del alegre papiamento o del cantarín patois celebrando al consumo frenético en el gran templo de la Plaza de las Américas, nos invitan a recordar esos versos de Palés Matos que nacen en las planicies de los orixás, viajan en barco de esclavos, pasan por el Pelourinho de San Salvador de Bahía, recorren trágicamente las Guayanas y comienzan a danzar con sus enaguas coloradas por todas las islas del café, el mango, la guanábana y la caña de azúcar. Esas islas de Lezama Lima, que escribía conjuros para llegar a Montego Bay; de Carpentier y sus ilustrados hablando un francés a punto de sufrir un proceso de hermosa contaminación; de Luis Rafael Sánchez y su guaracha bailada a lo mulato por hombres de rotunda alegría y mujeres dueñas de la inmensa fuerza que da la ternura; de Naipaul, en quien las mezclas suenan a delirio geográfico; de Walcott y su luna “como una rodaja de cebolla cruda” brillando en el Egeo caribe, zumbando en la axila de la mulata danzarina.

Mi idea del Caribe se fortaleció gracias al sabio, valiente, justo y sereno magisterio de Ricardo Alegría. Mi idea de Puerto Rico circuló por dos caminos: el del arte y el de la cultura popular. No hice separaciones de ninguna especie, pues el arte y la cultura popular se hermanan y alimentan entre sí, a pesar de las interferencias de la llamada cultura comercial. En mi memoria quedan las obras de los santeros, especialmente una mano poderosa con cinco santos ocultos, pero descubiertos para la devoción y la admiración; los infatigables bailarines y músicos de la bomba, la plena y la universal salsa; boleros de Rafael Hernández, Pedro Flores y Boby Capó (pienso en su blues “Juguete” cantado por Cheo Feliciano o en el “Amor perdido” de Pedro Flores cantado por Daniel Santos), pinturas y grabados de Paco Rodón, Martorell, Tufiño, Homar, Maldonado... (cierro los ojos y pienso en el campo jíbaro pintado por Oller); las notables voces operísticas; actores que ganaron sus batallas en los grandes centros culturales. José Ferrer, Rita, Raúl, Juano; músicos, bailarinas; un talento mucho mayor que el tamaño de la isla... un talento y una personalidad inconfundibles, ligados a la tradición iberoamericana y a los recónditos ritmos del alma africana.

Eugenio María de Hostos, el educador, el luchador social, el visionario, afinó mi visión, empañada y llena de lugares comunes –como la de la mayoría de los iberoamericanos–, del mundo antillano, de sus mezclas raciales y culturales, de su carácter abierto, jubiloso y dialogante.

Gracias a mis compañeros de la Academia de la Lengua realicé relecturas esenciales: insularismo, El jíbaro, novelas y ensayos de Rodríguez Juliá y el ciclo novelístico de Zeno Gandía. Mis amigos escritores me estimularon para trabajar en una casi canónica antología de la poesía puertorriqueña que partió de Gautier y de doña Lola, se detuvo gozosamente en Palés Matos, dio testimonio del girandulismo y de otros ismos regionales, y homenajeó a Lloréns y a Corretjer, poetas nacionales (no olvido que Lloréns pensaba en un jíbaro diciendo una de sus décimas sin saber quién la había escrito) a Matos Paoli, José Luis Vega, Edwin Reyes y Hjalmar Flax. Capítulo especial exigen las escritoras de esta isla tan poderosamente femenina. Pienso en Clara Lair, en Julia de Burgos, Concha Meléndez, Margot de Arce, Nilita Vientós, Olga Nolla, Rosario Ferré, Ana Lydia Vega, Mayra Montero, Magali García Ramis y Carmen Dolores Hernández.

Siempre recordaré esa tarde y ese río. Hace muchos años me los había prometido José Luis González cuando me hablaba de su tierra y de los suyos. Los escritores, los artistas, los jíbaros de alma, los descendientes de los reyes esclavos de las costas africanas, me han dado mucho en estos pocos años de vida puertorriqueña. ¡Ay, bendito, que Dios se los pague! Por el tiempo que me quede estarán vivos en mi emoción y en mi memoria.

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