Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de agosto de 2012 Num: 910

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

En recuerdo de
Severino Salazar

José María Espinasa

Hardy, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

La realidad y la momificación de la poesía
Fabrizio Andreella

Lectura vs televisión
Ricardo Venegas entrevista con Rius

1907: la primera
primavera mexicana

Marcos Daniel Aguilar

El cielo de Paul Bowles
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Enrique López Aguilar
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J. S. Bach (II DE III)

Si la descalificación “ocurrente” es perniciosa para apreciar la obra de arte, ocurre lo mismo con la deificación, procedimiento inverso al anterior, por el que se sobrevalora incondicionalmente la obra (y la vida) de un autor, como si se tratara de un asunto hagiográfico: cada anécdota del personaje admirado se mira como estricto reflejo del carácter de su obra (CF. la persona de Beethoven: espoleado por los mosquitos –las adversidades– que aceleran a un metafórico caballo voltairiano, él se convierte en un Autor victorioso por encima de la Crítica y la Vida enemistosas, según Emil Ludwig y Romain Rolland).

Bajo la perspectiva de las deificaciones artísticas, me ha sido dado conocer obra gráfica o pictórica en la que se representa (según el gusto de quien hace las imágenes) a Bach (o a cualquier otro compositor) sentado en el centro de una especie de corte musical, como si fuera Zeus o la Santísima Trinidad, rodeado por colegas ilustres en calidad de subalternos. Esa imaginería representa los gustos del melómano, pero no conduce a nada, sino a una romántica visualización de las preferencias personales manifestadas en filias y fobias bastante discutibles donde se emplean, para efectos de representación del cielo de los músicos, los mismos lugares comunes empleados por la iconografía cristiana: el Dios Trinitario al centro; la Virgen y San José, a los lados; los arcángeles, más abajo; los santos y los mártires de la congregación que ordenó la pintura pululan en los alrededores de la Corte… y de ahí hacia abajo.

Que todo autor consagrado pudo cometer errores es algo que Forkel, el biógrafo antes mencionado, cuenta acerca de Bach. Éste consideraba que todo tecladista que no supiera interpretar una partitura a primera vista era digno de desprecio, lo cual afirmaba bajo la circunstancia de su reconocido e incontrastable virtuosismo. Alguna vez, tomando una partitura desconocida para él, se equivocó en el quinto compás y tuvo que retomarla desde el principio en el clavecín. La posible justificación bachiana –“al mejor cazador se le va la liebre"– sólo mostraría a un intérprete en el momento de equivocarse. Al auditor contemporáneo no le corresponde medir una circunstancia sólo conocida por algún testigo del pasado, sino valorar la persistencia de una obra que no ha dejado de influir en el presente. Así, las anécdotas sólo deberían ser historietas hagiográficas catecísmicas, pues la obra de cada autor es el verdadero milagro mediante el que se entiende su trascendencia. Por tanto, puede afirmarse que una errata anecdótica no significa un error artístico, y al revés: la evolución en el proceso constructivo de una obra no equivale a significativos aciertos de una vida.

No hay descalificación más inicua que la del olvido, peor que la del ninguneo. El caso de Bach es simétrico al de Góngora y sor Juana: ambos poetas (barrocos, como el compositor alemán) tendieron a ser olvidados después de sus respectivas muertes y fueron medianamente recordados por sus poemas “sencillitos”: los romances, la redondilla “Hombres necios que acusáis…”  y pocas obras más que dejaban en el olvido las “Soledades” y el “Primero sueño”. Si Góngora y sor Juana fueron redescubiertos plenamente en los alrededores de 1927 (me refiero a ediciones y lecturas serias de gran parte de sus obras), no obstante el reconocimiento parcial que ambos tuvieron por segmentos de la crítica y otros escritores, a Bach le fue mejor: sólo transcurrieron setenta y nueve años entre su muerte y el reconocimiento admirativo del público, determinado por el reestreno de La Pasión según san Mateo bajo la batuta de Félix Mendelssohn; por él no pasaron 150 años o más, como en el caso de los poetas. Recuérdese que Mozart y Beethoven tenían de Bach la imagen de un autor de manuales didácticos (El clavecín bien temperado, bajo esa dudosa perspectiva), no la de un compositor de gran aliento, y que en ambos compositores (incluido el viejo Haydn) resultó mucho más influyente la obra de Händel.

Carl Friedrich Zelter, maestro de Mendelssohn y admirador de Bach por haber recibido influencias indirectas de Carl Philipp Emannuel Bach y Wilhelm Friedeman Bach, además de haber empleado para sus clases El clavecín bien temperado, fomentó en su joven discípulo la veneración que sentía por aquel lejano maestro. Con la colaboración de Zelter, el veinteañero Mendelssohn dirigió en Berlín esa Pasión, con la que Bach fue redescubierto. Se dice que, alrededor de ese “estreno”, Mendelssohn comentó: “Pensar que se necesitó al hijo de un judío para recuperar la mejor música cristiana del mundo.”