Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de agosto de 2012 Num: 910

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

En recuerdo de
Severino Salazar

José María Espinasa

Hardy, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

La realidad y la momificación de la poesía
Fabrizio Andreella

Lectura vs televisión
Ricardo Venegas entrevista con Rius

1907: la primera
primavera mexicana

Marcos Daniel Aguilar

El cielo de Paul Bowles
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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1890, Thomas Hardy con su perro Moss
Fotos: neal.oxborrow.net/ThomasHardyAlbum

Hardy, el burlón

Ricardo Guzmán Wolffer

Thomas Hardy (1840-1928, Inglaterra) es muy conocido por su novela Tess de los d’Urberville, pero poco se conoce de su veta en el humor, como muestra con poderío en la recopilación de cuentos Las pequeñas ironías de la vida (1894). Su obra es amplia (novela, cuento, teatro y poesía), pero en sus cuentos se puede advertir cómo veía lo cotidiano bajo la lupa de lo azaroso, cuánto esto lleva a sonreír bajo la certeza de que entre los deseos y la realidad hay una serie infinita de caminos que nos pueden llevar a sitios inesperados, incluso sin darnos cuenta. Hardy establece en sus contemplaciones irónicas, como un testigo omnisciente de lo propio y lo ajeno, que verdaderamente muy poco sucede como queremos, cuando queremos y en la forma que queremos.

Los cuentos de “las pequeñas ironías” reflejan un sutil humor, más cercano a la sonrisa tenue que lo mismo se dibuja por alegría que por resignación. Parte del impacto de los cuentos reside en convencer al lector de que los personajes, verosímiles a pesar de su actuar terrible o incomprensible, son así por una inclinación natural. Hardy permea la convicción de que muchos actuamos por una peculiar tendencia a comportamientos perjudiciales, como si hubiera gente predeterminada a la soledad o a la infelicidad. Lo cierto es que todos somos proclives a percibir con ojos distorsionados la realidad, nuestros deseos y los caminos para lograrlos; y al conseguirlos nos percatamos, con esa sonrisa con la que aceptamos lo irremediable, que el sueño perseguido nos puede llevar al desconsuelo injustificable.

En sus narraciones se percibe una suave burla sobre los personajes y sobre las personas que representan, pero causada por ellos mismos, muy a su pesar: la ironía como fuente de aprendizaje. Si bien por ironía también puede entenderse aquella figura retórica con la que se da a entender lo contrario de lo que se dice –y Hardy aplica esta vertiente–, sus historias apuntan más a lo delicadamente burlesco que termina por ser divertido ante la sorpresa del desenlace. Los cuentos reunidos bajo el título Las pequeñas ironías de la vida son un manjar para quienes gustan de levantar las mejillas en silencio; principalmente porque hablan de aspectos de la personalidad que todos compartimos, a pesar de que su publicación fue hecha hace más de un siglo, en una tierra que parece tener poca relación con otras latitudes, pero donde lo inmanente, lo esencialmente humano, apenas ha cambiado, con todo y el escenario que ni siquiera admite comparación con nuestras vivencias actuales. Algunos tratadistas del autor destacan su pesimismo (Hardy decía que es la única forma de “jugar sobre seguro”), pero, de existir, sin duda deriva en una deliciosa lectura sobre nosotros mismos.

En “Una mujer fantasiosa”, Hardy nos muestra cómo una esposa adinerada y aburrida es capaz de enamorarse de un escritor al que no conoce, pero cuya obra la impacta (ella también escribe, pero con menos suerte para publicar que él). A pesar de los intentos fallidos por verlo, ella se va enamorando más y más al ver los apuntes de sus poemas en los muros de una casa de verano temporal, y su fotografía escondida detrás de la de los reyes. Cuando ella muere casi al dar a luz, el viudo se percata de un extraño parecido entre el nuevo hijo y el poeta muerto, e injustificadamente supone que el niño no es suyo, con lo cual sella el futuro para el muchacho. La necesidad de amar, el desapego del esposo, una sociedad casi de castas y la facilidad para incriminar a otros por nuestras propias culpas son algunos de los temas tocados en este texto. En “El veto filial” vemos cómo una madre es capaz de echarse a perder la vida bajo el pretexto tan contemporáneo de que los hijos son primero; incluso cuando ella enviudó y el hijo es totalmente independiente, ella no se atreve a vivir con el único hombre que en verdad la amó en toda su vida: el egoísmo de los hijos y la necedad de vivir como “una buena madre”, a pesar de la propia infelicidad, nos suenan conocidos. En “Por amor de conciencia” vemos una extraña forma de reivindicarse ante sí mismo. Un cincuentón, quien engañó a una mujer honesta para abandonarla con una hija casi veinticinco años antes, un día se afana en reparar ese daño y busca a la mujer para casarse con ella. A fuerza de insistir, la convence, y los tres entran al infierno de la soledad y el arrepentimiento. Cuando él lo comprende, las abandona, pero ahora con una fuerte compensación económica, y así se salva el matrimonio planeado por la hija y todos viven más o menos contentos. ¿Quién nos habrá metido en la cabeza que hay que ser buenitos y que ello hará felices a quienes nos rodean? “Una tragedia de dos ambiciones” podría ser el mejor cuento: dos hermanos empeñados en casar bien a la hermana menor y en obtener la mejor posición como clérigos (tomando en cuenta su poca escolaridad: el padre borracho se bebió la herencia de la madre que les habría permitido entrar a una universidad) luchan por subir socialmente, pero el padre alcohólico y abusivo los exprime como puede. Después de años de esfuerzo, se colocan entre la alta sociedad de un pueblo, donde ven a un marido perfecto para la hermosa hermana, pero el padre amenaza con ir a pedirle dinero a la familia política. Al encontrarlo junto al río, discuten y el padre cae borracho a la corriente para atorarse en la presa donde los hijos lo dejan morir. Por azar le toca a uno de ellos presidir el servicio funerario. Cuando la hermana está casada y con hijos, ambos hermanos se percatan de lo vano que ha sido todo y cómo ellos no dejarán de ser funcionarios menores de la Iglesia. En “Los caprichos de una esposa” vemos cómo la envidia asumida puede llevar a la muerte y a la infelicidad no sólo a la esposa envidiosa, sino a sus seres cercanos (no queridos, ¿cómo puede amar a un ser de esencia rencorosa?).

El humor implacable que expone con crudeza lo esencial, nos guste o no, puede ser sutil: lo terrible envuelto en un pétalo sonriente.