Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de agosto de 2012 Num: 912

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

Actualidad poética centroamericana:
el legado de Darío

Xabier F. Coronado

Escribir todas las tardes
Marcela Salas Cassani entrevista con Rodolfo Naró

Antonioni: la dialéctica
de los sentimientos

Andrés Vela

Manuel Gamio y la antropología del siglo XXI
Eduardo Matos Moctezuma

Manuel Gamio: el amor
de un mexicano

Ángeles González Gamio

Permanencia de Paul Klee
Antoni Tàpies

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Alonso Arreola
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Metallica o la victoria de Barney el dinosaurio

Creemos en la diversión y el entretenimiento, pero no confundimos sus significados. Hay películas, obras de teatro, museos, conciertos a los que vamos para entretenernos, mas no necesariamente para divertirnos. Algunos creen, empero, que ambas cosas deben ir de la mano. Son una buena combinación, sí, pero hay momentos en que únicamente se impone la diversión, plana y llana; una predisposición animal a la felicidad que entorpece el juicio y lo satisface con poco. Y está bien, pues la materia del entretenimiento es distinta en cada individuo. Supone un echar a andar el pensamiento, aunque para unos la exigencia –la relación con el arte y el aprendizaje– sea más necesaria que para otros.

Dicho esto, algo que nos perturba es que la diversión aplaste lo que originalmente debía enaltecer. Hablamos de cuando el entretenimiento se somete a la risa adelgazando sus exigencias. Mal de nuestros días, hasta Metallica cree que para captar nuevas generaciones y gustarle a un público femenino es necesario “divertir” no importando el significado y rebeldía inmanentes a su música y letras. De allí que el resultado sea tan ligero, chocante, niño. Eso creemos tres semanas después de verlos y compararlos con quienes fueron en 1993, en ese mismo escenario: El Palacio de los Deportes.

Claro, no pretendemos que James Hetfield (voz y guitarra), Lars Ulrich (batería), Kirk Hammett (guitarra) y Robert Trujillo (bajo) anden por la vida sembrando el terror para ser congruentes. Pero han construido personajes, una zona de fantasía donde cupieron la oscuridad (Kill ‘Em All), la crítica social (Master of Puppets) y la afrenta política (And Justice For All…). Así las cosas, sus espectáculos no estaban peleados con lo creado. Pero algo cambió. Hoy Metallica convirtió su escenario en un campo pop, infantil, plagado de bobadas: ataúdes con pantallas, cruces de cementerio, sillas eléctricas, retretes y estatuas desmoronadas. Incluso simulan el accidente de uno de sus técnicos, quien sale corriendo envuelto en llamas. Claro, todo hace referencia a las portadas de sus álbumes, pero es demasiado pueril; es ejercer la sola posibilidad de gastar dinero en utilería y pirotecnia que ni en los casos más extremos (U2, Iron Maiden, The Rolling Stones) está tan sobrada. A ratos parece un espectáculo de dobles en Six Flags.

Por otro lado, ya no imaginamos un concierto masivo sin consideraciones de acústica e isóptica, sin un diseño y desarrollo afines al precio que pagamos. Sabemos que la crítica de las grandes audiencias es más ruda –no más fina– y que su juicio revienta como polvorín en las redes sociales. Por ello los productores de shows en vivo han tenido que invertir más en el convencimiento de la masa. Y lo han hecho tecnológicamente bien. Metallica lo demuestra. Suenan y se ven correctamente desde cualquier lugar. Pero repetimos: nos trataron como niños. Demasiado “eh, eh, eh” con el puño arriba. Demasiado “¡viva México!” Es por ello que no quedan ganas para hablar sobre la ejecución de piezas como “For Whom The Bell Tolls”, “Blackened” o del magnífico momento en tributo a Cliff Burton con “Orion”. Tampoco parece relevante mencionar la atípica rapidez con la que ejecutan todo, ni la imposibilidad de Lars Ulrich de mantener su técnica, pues luce más preocupado por escupirle agua a la gente que por tocar con precisión.

Quédese nuestro lector con esta imagen: octavo concierto al hilo de Metallica en el DF. 20 mil personas sudorosas tienen energía para una canción final. Suena la clásica de 1983 “Seek & Destroy”. James Hetfield amenaza: “Our brains are on fire,/ with the feeling to kill,/ and it wont go away/ ’til our dreams are fulfilled./ There is only one thing on our minds./ Don’t try running away/ ’cause you’re the one we will find./ Running,/ on our way./ Hiding,/ you will pay./ Dying,/ one thousand deaths./ Searching,/ seek and Destroy.” Pero… ¿qué pasa?... De pronto se abren unas compuertas en el techo y comienzan a caer cientos de pelotas inflables de distintos tamaños, todas con el logotipo de la banda. ¿En serio? Quienes segundos antes giraban furibundos en uno de los varios círculos de slam interrumpen su elipsis para jugar como si estuvieran en un programa de Chabelo o Tatiana. El concierto de metal se ha vuelto fiesta de quince años. El Palacio de los Deportes hace honor a su nombre, pues en su interior de desarrolla un gigantesco partido de Volley Ball con thrash de fondo.

Así termina la noche, con el escenario convertido en el parque de Barney (bueno, concedamos: de un Barney enojado). Por supuesto, la gente aplaude. La mayoría no se quiere ir. “Había que estar y romper el récord de conciertos con Metallica”, se escucha por todos lados. Es mejor presumirlo que darse cuenta del truco. Mañana hay que trabajar. Los ecos remanentes cada vez son más cortos. Ahora se nos viene el Corona Capital, con todo y el “boicot”. Ya platicaremos. Rock.