Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de agosto de 2012 Num: 912

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

Actualidad poética centroamericana:
el legado de Darío

Xabier F. Coronado

Escribir todas las tardes
Marcela Salas Cassani entrevista con Rodolfo Naró

Antonioni: la dialéctica
de los sentimientos

Andrés Vela

Manuel Gamio y la antropología del siglo XXI
Eduardo Matos Moctezuma

Manuel Gamio: el amor
de un mexicano

Ángeles González Gamio

Permanencia de Paul Klee
Antoni Tàpies

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Ana García Bergua

Escrito en pantalla

L1984 en segundo de secundaria, cuando la maestra de inglés descubrió que me aburría en la clase pues sabía un poco más el idioma que el resto de los compañeros. Entonces me puso a leer la novela de George Orwell al fondo del salón, para que me concentrara; copiaba las palabras que desconocía y se las preguntaba al final. Fui muy feliz durante esas clases, como depositaria de un raro privilegio que a lo mejor sólo a mí me lo parecía. Sin embargo, 1984 no me acabó de convencer, por la edad y por provenir de una familia comunista que fue cambiando su filiación con el tiempo. En efecto, a los catorce años yo sabía de Franco y Hitler, mas no del Gulag, y toda la novela me pareció exagerada e improbable, aunque perviven en mí sus ambientes oscuros y la ginebra adulterada que tenía que beber su protagonista, Winston Smith. Ahora, luego de haber leído a Vasili Grossman y a Bulgakov, entre tantos otros escritores y víctimas del estalinismo, siento que 1984 se quedó corta en muchas cosas. Pero hoy no es ese mi tema.

El asunto es que la niña de trece años que fui encontraba simplemente ridículo que, en el futuro (un futuro que en realidad estaba muy cerca, pero que yo encontraba lejanísimo), un tipo vigilara a los demás desde una pantalla, la famosa telepantalla oblonga, prolongación del Big Brother, que todo lo ordena y todo lo ve. No sé por qué se me ha quedado grabada la escena del ejercicio matutino, cuando Winston Smith es despertado de un sueño en el que una hermosa chica de pelo oscuro corre hacia él en medio del campo, por otra muy fornida, youngish, o sea que ya no tan joven, quien le ordena hacer sus ejercicios desde la telepantalla. Recuerdo que me pareció igual de absurdo que si todo el mundo estuviera obligado a obedecer a Evelyn Lapuente con su rutina televisiva de gimnasia sueca. Y eso que fui una criatura muy televidente: había pasado las largas tardes de mi infancia sumergida en los avatares de la Señorita Cometa, Hechizada y Ultramán, pero me hubiera parecido absurdo que alguno de ellos regulara mi vida. Las pantallas de Los supersónicos, o la del reloj de Dick Tracy eran decorados aleatorios para las fantasías de aquellas cosas que, estaba segura, sí haríamos en el futuro: andar en auto volante y ser atendidos por robots. En cambio, ser dominado por una pantalla era de lo más improbable. Ni que fuéramos idiotas.

Las pantallas chicas eran un juguete. Importantes, si acaso, las pantallas grandes, las del cine, a las que uno más bien se entregaba por placer. El cine, con sus pantallas enormes, era más total, más absorbente; ahí uno se podía escapar de la vida y a eso aspiraba, a que la pantalla lo invadiera todo, aunque sólo un rato. Ver hasta el mínimo detalle las composiciones hermosísimas de Bertolucci, por poner un ejemplo, podía provocar aquella enfermedad de la belleza que sometió momentáneamente a Stendhal. En todo caso, estar abrumado por la pantalla cinematográfica no dejaba de ser hasta prestigioso: esclavos de la belleza, víctimas del arte, del shock estético, del golpe de lucidez, de la carcajada asfixiante en medio de la oscuridad, del goce musical.

De verdad que si me hubieran dicho que el futuro que me tocaría vivir se caracterizaría por la proliferación de pantallas absorbentes y gritonas, algunas tan pequeñas que arruinan la vista, y que obedeceríamos a sus llamados con la presteza orwelliana con que lo hacemos, hubiera sentido mucha desilusión.

Ahora todos estamos absorbidos por las pantallas: de la computadora a la televisión, al teléfono, a las Blackberry, a los artefactos más pequeños, todos provistos de pantallas exigentes, imperativas. El reclamo es tan potente, que arriesgamos la vida por responder a quien nos llama desde una pantalla. Conversamos en pantallas diminutas, con gente que no conocemos. Le contamos nuestra vida a las pantallas conforme la vivimos, no se vayan a evaporar nuestros momentos importantes en la volátil realidad. Hay algo muy extraño en todo esto, algo que aplana las cosas como las pantallas, y deja la vida fija en una representación anticipada, una perpetua Invención de Morel. Quizá después será el aire nuestra pantalla y viviremos entre símbolos y mensajes. De verdad llegué a pensar, cuando tenía catorce años, que la vigilante pantalla oblonga que inventó George Orwell para representar al poder que persigue al individuo hasta sus espacios más íntimos, era un poco ridícula, pero qué va. Los ridículos somos nosotros.