Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de agosto de 2012 Num: 912

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

Actualidad poética centroamericana:
el legado de Darío

Xabier F. Coronado

Escribir todas las tardes
Marcela Salas Cassani entrevista con Rodolfo Naró

Antonioni: la dialéctica
de los sentimientos

Andrés Vela

Manuel Gamio y la antropología del siglo XXI
Eduardo Matos Moctezuma

Manuel Gamio: el amor
de un mexicano

Ángeles González Gamio

Permanencia de Paul Klee
Antoni Tàpies

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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J. S. Bach (III Y ÚLTIMA)

Entre el olvido prematuro y el posterior protagonismo, Bach pasó del anonimato a la consideración de ser el Padre de la Música. Esto se dice con la facilidad resbalosa del lugar común y significa que en Bach se resumen, sintetizan y reorganizan cinco siglos de música polifónica, desde Perotin y Machaut hasta Palestrina y Buxtehude. ¿Cómo pudo ser, entonces, que la producción musical prosiguiera sin él durante más de ocho décadas, dominadas por las vertientes derivadas del händelismo (desde Haydn hasta Schubert)? Tal vez, eso ocurrió como demostración casual del enlazamiento misterioso descubierto –muy posteriormente– por Douglas Hofstadter en Gödel, Escher, Bach. Una eterna trenza dorada, en lo que el autor definió como los “circuitos raros”. Si estos son desarrollos discursivos o de pensamiento que emprenden caminos impredecibles, su rareza consiste en que, de pronto, el punto culminante de un desarrollo complejo se reenlaza con su origen –relativamente simple–, como en la Cinta de Moebius. Si eso produjera una explicación estética, como la expuesta por Borges en su jardín de los senderos bifurcados, la historia de la música sin Bach y con Händel, o al revés, o con los dos juntos, o sin ellos, es parte de una trama laberíntica en la que muchas obras pueden ocurrir, menos la cancelación de la música.

La obra compuesta por Bach se encontraba, en general, pensada para Dios (su luterano Dios) y como camino para los hombres dispuestos a acercarse a la divinidad. Heredero de una tradición pitagórica, Bach no suponía que su música de autor fuera la que Dios escuchara en el cielo, pues daba por sentado que la música perfecta emanaba del mismo Dios: la suya era homenaje, vínculo, puente entre la Humanidad y el Ser. Y ahora mismo corrijo: en el siglo XVIII, para los verdaderos creyentes, Dios no tenía como apellidos luterano ni católico; éstos fueron violentamente impuestos por las respectivas Iglesias y las incontables guerras derivadas de la Reforma luterana y la Contrarreforma católica.

Sin descontar el fragor de esas guerras “pueblerinas” e imperiales, Bach compuso músicas cantada y sonada de la más alta elevación: su obra suena al margen de los conflictos epocales, dentro de un estilo escritural originalísimo, con visiones proféticas y una genial modestia que tendría que ser modélica para algunos autores contemporáneos de todas las artes que perciben en ellos grandezas bachianas sin ser, siquiera, incipientes perotines.

En el momento de revisar el corpus del Cantor me doy cuenta de que prefiero la intensa Pasión según San Juan a la compleja de San Mateo. Auditores más diestros y críticos corregirán ese atrevimiento. Se sabe que Bach –quien fue llamado el Cantor por la posteridad debido a la complejidad que exigía a las partes vocales de sus cantatas y pasiones, a cuyos registros daba un tratamiento organístico– compuso pasiones para las versiones de los cuatro evangelistas. Se perdieron las de Lucas y Marcos: al parecer, Wilhelm Friedemann Bach, el hijo mayor, dilapidó y vendió muchas partituras de su padre al carnicero de la esquina como papel para envolver y, entre ellas, se perdieron las pasiones mencionadas; fue Carl Philipp Emanuel quien se preocupó por conservar la mayor parte de la obra de Johann Sebastian.

Las sonadas bachianas, o música no cantada (sonata, cantata), cuenta con tan incontables obras memorables como los del otro ámbito: conciertos, sonatas, partitas, obra organística y para teclado… ¿Por dónde elegir? De entrada, antes que la imprescindible obra para instrumentos solos, me inclino por la concertante, por uno de los dos ejercicios barrocos alemanes que suman un legado: los Conciertos brandeburgueses, de Bach, que se complementan con el cosmopolitismo de los Concerti grossi, op. 6, de Händel: dos maneras proféticas de trabajar el tutti (el todo) y el ripieno (relleno) que avanzarían más allá de la mera construcción del concierto para instrumentos solistas de la segunda mitad del siglo XVIII.

En la segunda mitad del siglo XIX, Von Bülow definió la historia de la música mediante la imagen de las tres grandes bes: Bach, Beethoven, Brahms. Lejos de los ímpetus comerciales que florecieron desde finales del siglo XVIII, Bach fue un compositor apartado de la idea de que sus obras se repusieran una y otra vez, y estaría sorprendido al apreciar su fama póstuma. Al final, cada auditor elige su combinación de preferencias y diseña su parnaso personal. Desde este momento del siglo XXI, me parecería insensato que Bach no ocupara un lugar en esas predilecciones.