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Ver día anteriorLunes 27 de agosto de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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onstantino Archibold es negro como su padre, indio como su madre, boqueño como ellos y en consecuencia panameño. A poquísimos kilómetros al norte sería, digamos, costarricense. Puro accidente geográfico. Su verdadera identidad –condición, destino– es de bananero. Igual que su abuelo y bisabuelo nació, vive y morirá dentro de los territorios de la empresa Chiquita Brands International, la mayor productora de plátanos del planeta. Su existencia entera ha consistido en cortar, cargar, manipular, bañar y empacar manos de fruta verde, nunca madura. ¿Cuántas decenas de miles de dedos de banano han pasado por sus puños, sus hombros, sus sueños? Ni se lo pregunta. Es así. Ve crecer a sus hijos en barracas similares a las de sus ancestros, tal vez con mejor televisor, en medio de un interminable océano verde que enriquece hasta la náusea a un puñado de inversionistas con domicilio en Connecticut o Charlotte, y en todo caso ese no es el punto. Lo único que piensa, cuando piensa, es cuán cansado está de ser Constantino Archibold, trabajador 134 en la Finca 32 en las afueras de un lugar que responde al improbable nombre de Changuinola, que para él no sólo es el principio, sino sobre todo el fin del mundo.

Veamos. La ciudad de Changuinola (50 mil habitantes) es un confín. Su centro consiste en dos calles separadas por un canal de agua sucia, y en verano pestilente; una se llama 17 de Abril, la otra, qué más da. Ambas corren de sur a norte, o al revés, cerca de la frontera que determina el río Sixaloa. Herrumbosa, sofocante, Changuinola podría considerase la capital mundial de la República del Plátano. ¿Ha oído usted hablar de repúblicas bananeras? No crea que alude la ropa de moda marca Banana Republic, sino de una realidad cruda, nunca madura, propia del inframundo latinoamericano. Pero si no lo ha visto, no sabe de qué se trata. Constantino Archibold sí, y no es mucho más lo que sabe. Sus siete hijos van creciendo aquí mismo, de madre ngäbe cuyo día consiste en pegar etiquetitas azules de Chiquita en uno de cada dos bananos verdes que algún día madurarán en California, Estocolmo o Carolina del Norte y alguien comerá así nomás y tan tranquilo.

Todo comenzó en 1890, cuando Panamá todavía no era país pues a Teddy Roosevelt no se le había ocurrido lo del canal; era la cola de la Gran Colombia, y Bocas del Toro la última punta de esa cola. No lejos de aquí se dejaron venir los Snyder, tres hermanos yanquis que trajeron una partida de negros a la laguna de Chiriquí y establecieron la tan ambiciosa como fugaz Snyder Brothers Banana Company, con la humanitaria intención de inundar de plátano la Unión Americana. Apenas nueve años después los alcanzó la todavía más ambiciosa United Fruit Company, que en el siglo siguiente sería un Estado mayor que los estados centroamericanos y determinaría el triste porvenir de millones de seres humanos, como bien previó horrorizado Rubén Darío. En uno de sus momentos estelares, la empresa depuso, con aviones estadunidenses y la mano en la cintura, al primer gobierno democrático (y para muchos el único) de Guatemala, en 1954. Acá el banano manda, pone y quita gobiernos, carreteras, escuelas, puertos, vidas.

La mala fama, más que la mala conciencia, llevó a la empresa a cambiar su nombre (fusiones más o menos, cosa de Wall Street, marines y familias de cuyo apellido Constantino Archibold no quiere acordarse) al chistosón Chiquita Brands International, que en los albores de los siguientes siglo y milenio, fiel a su tradición de conquista, tendría a bien financiar a las criminales milicias paramilitares de Colombia.

Al igual que Constantino, prácticamente toda la población de Changuinola está en la nómina de Chiquita: chinos, mulatos, indios, latinos. Como Bocas Fruit Company, tiene aquí su cuartel general, algunas residencias para los patrones plataneros, un campo de golf y no mucho más. La buena vida está en las islas caribeñas de Bocas del Toro, llenas de turistas surfeadores y bebedores de cerveza que se arrullan a ritmo de reggae y la pasan bomba a pocos kilómetros de estas plantaciones sin fin. Changuinola apenas es mencionada, cuando lo es, en las guías turísticas. ¿A quién le pueden interesar las 20 fincas bananeras de Chiquita, cuya bandera azul ondea junto con la de Panamá por todas partes, o sus dos calles de tiendas y rugosos y decadentes traspatios sin color? ¿O las barracas de trabajadores que se extienden kilómetros arriba, kilómetros abajo y a los lados, hasta hundirse en las arenas del Caribe, las montañas del istmo o las costas eternamente verdes a las que se ha impuesto una vocación única: cultivar plátanos los 365 días del año, de una misma y sola variedad?

Constantino Archibold sale esta tarde a la puerta de su casucha dentro de la finca de Chiquita, extiende los ojos y las piernas cansado de jalar racimos de plátano verde y se pregunta, sin interés, qué tan amarillo puede ser un plátano allá en el norte. Ni le importa.