Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 2 de septiembre de 2012 Num: 913

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

El lavaloza que se
volvió alquimista

Paula Mónaco Felipe entrevista
con Ferrán Adriŕ

Come, este es mi cuerpo
Esther Andradi

Nahui Ollin o la elección del destino
Juan Domingo Argüelles

Palo dado…
Enrique Escalona

Pérez Gay: el compromiso de la memoria
Xabier F. Coronado

Chema Pérez Gay,
deus ex machina

Ricardo Bada

Leer

Columnas:
Galería
Enrique Héctor González

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Perfiles
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Graznido de atroz presagio

Edgar Aguilar


Yo, cuervo,
Miguel Ángel Flores,
Almaqui Editores,
México, 2012.

Conocedor de la poesía francesa –y de otras latitudes de Europa no tan transitadas, aunque no menos importantes, como la checa, de la cual ha preparado volúmenes imprescindibles–, Miguel Ángel Flores cuenta ya con una sólida trayectoria como traductor, ensayista y poeta. En su haber destacan traducciones de poetas prácticamente desconocidos para el público en nuestro país; como poeta parece seguir esta misma línea en la que su trabajo poético se aparta en buena medida de lo que podríamos llamar –con lo ambiguo del término– como “representativo” de la poesía mexicana de las últimas décadas.

Ahora nos ofrece un nuevo poemario de título por demás sugerente: Yo, cuervo. Las referencias a la majestuosa ave de apariencia tétrica en la literatura –y en particular de ciertas culturas– son de tal abundancia, que habría que llenar un catálogo inmenso en donde esta enigmática figura de dimensiones mitológicas ha tenido cabida. Las más fascinantes las hallamos, quizá, en los prodigios poéticos de Edgar Allan Poe y de Rimbaud, almas oscuras que vislumbraron en el cuervo la encarnación más acabada de lo funesto, lo fúnebre y lo bizarro. Pero también de una extraña belleza que nos deja, a la vez, extasiados y perplejos.

Poemas breves e intrincados los de este libro. El poeta, sin embargo, no se asume propiamente como un cuervo, como a primera vista sugiere el título. ¿O sí? La luz, el sol y el vuelo son –cosa curiosa por su aparente carácter antagónico con el pájaro lúgubre– algunas de las imágenes más recurrentes, a veces contrastadas: “Negro sol/ Qué tranquilo el mar/ Y los mantos de la luz/ Un ave mental/ En el aire inquieta/ Voz del cuervo/ Vuelo en negro.” El poeta contempla entonces al cuervo desde una perspectiva exterior, casi luminosa, pero –y aquí su rasgo necrófilo u onírico– su mirada interior de aquél sólo puede encontrar su origen en una deformación del lenguaje –un habla torcida, forma de balbuceo, graznido de atroz presagio– o, lo que es lo mismo, en una sombría condición del espíritu: “Soy de noche en pluma/ Y un muro de sueño/ Me sostiene/ Arrancar quisiera.” Y, cual visión apocalíptica, anuncia: “Y vi a cuervo descender del cielo/ Y en su pico grabado/ El santo y seña de la bestia/ Lloró el cielo/ No era lluvia/ Huracán como limosna de los desheredados”, para fatídicamente concluir diciendo: “Y después himnos de nada.”

Emparentados en su forma con el haikú, y por los versos que van tejiéndose y encadenándose alrededor del poema para culminar en una única imagen –efímera en su movimiento, aunque permanente en su cualidad de estampa oriental–, los poemas que integran este librito son también herederos de la poesía simbolista francesa –el propio Rimbaud– y de la poesía francesa de la primera mitad del siglo XX, que Miguel Ángel Flores conoce muy bien debido a su ardua labor como traductor. De compleja lectura, Yo, cuervo es una suerte de conjuro poético que debe y amerita leerse en toda su oscuridad.


El espacio de la palabra

Antonio Soria


Zona cero. Entrevistas con escritores,
Adriana Cortés Koloffon,
UNAM-Coordinación de Difusión,
Cultural-Dirección de Literatura,
México, 2012.

Doctora en Literatura Iberoamericana por la UNAM, alguna vez becada tanto por el Conacyt como por el gobierno francés, la autora de esta compilación de conversaciones, notablemente eficaz e inusualmente discreta –cuando se coteja su proceder con el hiperprotagonismo que desnaturaliza, hipertrofiándolo por el flanco del ego, el trabajo de algunos colegas suyos–, surge como una de las periodistas culturales mexicanas de labor más puntual y consistente de cuantos componen el espectro contemporáneo en la materia.

No es la entrevista, como bien sabe todo aquel que la practica como parte de su oficio, un ejercicio que se caracterice por la sencillez; menos aún cuando se trata de conversar con conversadores –valga el no-pleonasmo–, que eso y no otra cosa es, en esencia, todo escritor que se respete. En este caso, a las exigencias naturalmente impuestas a todo entrevistador, inevitablemente debe sumarse un talento en particular: ser capaz de sostener, con cada entrevistado, un nivel de conversación que, lejos de apagar, detone, despierte en aquél o aquélla el impulso de soltarse, de ir más allá de lo que ofrece en una obra –trátese de un corpus completo o de un libro reciente– sobre la cual ambos, entrevistador y entrevistado, están tomando base para la conversación. Se dirá tal vez que lo mismo vale a la hora de entrevistar a un político, un músico, un economista, un antropólogo y puede que incluso a un miembro de la farándula, pero hay una diferencia fundamental: ninguno de estos últimos tiene como herramienta, y aun más, como prima ratio, a la palabra, de modo que la carencia de cierto nivel de interlocución puede, más fácilmente que con otros, hacer naufragar el intento.

Las cuarenta y tres conversaciones que Adriana Cortés reúne en este volumen dan cuenta, precisamente, de su notable capacidad para instaurar eso que, con mucho tino, ha denominado zona cero: en sus propias palabras, “una suerte de espacio neutral”, a la manera en que lo concibió el dramaturgo Peter Brook, en donde “basta con el lenguaje corporal […] y las palabras que evocan lugares y tiempos”. Cada encuentro entonces concebido como una puesta en escena de la conversación, para la autora lo importante en cada uno es brindar al lector materia para la reflexión y la interpretación personales: de las respuestas dadas por cada entrevistado se deriva, simultáneamente, la revelación de una poiesis y un brote nuevo de incógnitas que sólo la siguiente pregunta –o quizá la siguiente obra del autor– podrá responder.

Entre muchos otros, mexicanos y extranjeros, están incluidos aquí los diálogos entre Cortés y Margaret Atwood, Jorge Edwards, Margo Glantz, Nadine Gordimer, Miguel León-Portilla, Silvia Molina, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, José Saramago, Antonio Tabucchi, Luisa Valenzuela, Fernando Vallejo y Dubravka Ugresic. Dígase lo obvio: quien mucho o algo conozca de la escritura de estos autores, aquí hallará material en abundancia para el enriquecimiento, y quien aún no se ha acercado a ellos encontrará más de un motivo para hacerlo de una vez.


Las luces y las sombras de la ciencia española

Raúl Olvera Mijares


El heliocentrismo en el mundo de habla española,
Antonio Alatorre,
FCE,
México, 2011.

La filología que tiene por objeto de estudio el idioma y los monumentos literarios puede parecer una disciplina particular y restringida pero, siendo su objeto material tan abarcador, el lenguaje, vehículo mismo del pensar, su campo se ensancha hasta comprehender cualquier tema concebible del que haya quedado testimonio por escrito. Antonio Alatorre (1922-2010), insigne filólogo y hombre de cultura universal, exmarido de Margit Frenk Freund y última pareja de Miguel Ventura, aborda en uno de sus últimos trabajos el papel que tuvo la astronomía y, más en particular, la condenación en 1633 de la teoría heliocéntrica de Copérnico y Galileo bajo el pontificado de Paulo v.

Erigida por Raimundo arzobispo de Toledo entre 1125 y 1152, la célebre Escuela de Traductores da cuenta de la vastedad y los alcances de la ciencia natural en España durante el Medioevo. Innúmeras obras del griego –en sus respectivas versiones hebraica o arábiga– se vertían en romance y de éste pasaban al latín, la lengua universal de los eruditos, para distribuirse por el resto de Europa. Durante la segunda mitad del siglo XIII, por mandato del rey don Alfonso X de Castilla se aderezaron los Libros del saber de astrología, el Libro de la ochava espera (la octava esfera ptolemaica) y las Tablas alfonsíes. Un judío, Abraham Zacuto, nacido en Salamanca en 1452, expulsado por los reyes católicos y muerto en Damasco en 1515, fue un gran difusor de las ideas de los antiguos (Aristarco de Samos, Heráclides Póntico y Apolonio de Perga). Ptolomeo vino a ser desde el siglo II hasta el XVI la autoridad incontrovertible acerca del sistema de las esferas celestes, cuyo centro era la tierra.

Hubo, sin embargo, hasta el año de la condena, estudiosos españoles que acogieron las ideas de Nicolás Copérnico, si bien con ciertas reservas; ejemplo de ello son el valenciano Jerónimo de Muñoz y fray Diego de Zúñiga, de la orden de San Agustín. Dos figuras de renombre europeo, sabios universales, Athanasius Kircher (1601-1680), jesuita alemán domiciliado en Roma, y Juan Caramuel y Lobkowitz (1606-1680), cisterciense español elevado a obispo en Italia, influyeron con sus obras sobre pensadores novohispanos como sor Juana Inés de la Cruz y don Carlos Sigüenza y Góngora. Ninguno de ellos, dado que vivieron en plena época de prohibición de la llamada hipótesis copernicana, consagró opúsculos relativos al tema; no obstante, por algunas de las implicaciones en sus obras literarias podría colegirse que se vieron expuestos hasta cierto punto a versiones –suavizadas por la ortodoxia de Kircher y Caramuel– de las ideas heliocéntricas. Un lamentable retroceso sufrió toda la ciencia española hasta fines del siglo XVIII, cuando comenzó a relajarse la intolerancia, cosa que produjo una tara en el conocimiento y el progreso, que los esfuerzos realizados en los dos siglos subsiguientes a duras penas han logrado compensar.


Viajar y no volver

Ricardo Guzmán Wolffer


El último viajero,
Alberto Chimal,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2012.

Se dice que Alberto Chimal es de los grandes escritores de su generación. Lo cierto es que Chimal se ha mantenido constante en la producción literaria y este viajero del que ahora nos habla su reciente libro tiene un poco de pasado del propio autor. Para quienes hemos seguido sus libros, este paseante retoma la vena fantástica, por notable no menguante, de uno de sus primeros libros, Gente del mundo (Tierra Adentro, 1998), en donde la palabra decide al mundo y en la entelequia para decirla e inventarla empieza el verdadero viaje. Horacio Kustos es el peregrino de sus propios mundos y de sus propios senderos: usuario de la anástrofe, sus manos mentales son capaces de volver a edificar las torres deshechas por los aviones más odiados en la historia gringa y preguntarse al final de este delicioso texto si adentro de los aviones también había gente molesta.

Para quienes leyeron su novela sobre los amores perversos, Los esclavos, esta veta creativa del viajero parecerá extraña, demasiado pulida, por momentos demasiado bien hecha como para no querer dejarla volar, ciertos de que florecerá donde caiga. Pero en realidad esta es la verdadera voz generadora de Chimal: la del hombre que lleva en sí muchos universos y a veces los descifra para compartirlos. El manejo sobrado de las palabras, incluso las que muchos llamarían neologismos, es apenas una herramienta para permitir a este peculiar andante llevar al lector a lugares internos que sorprenden más por no haberlos reconocido antes, como si Chimal fuera un viejo terapeuta que nos desenterrara del subconsciente el gusto por la sorpresa literaria y, al hacernos sabedores de nuestras propias capacidades, le tomáramos una pequeña deuda para lecturas futuras. Los textos están voluntariamente encaminados a que el lector vaya en un safari de literatura inesperada, así tenga que disparar sobre los pies de páginas, que llevan más información y, algunos, son logrados haikus que ameritarían un nuevo libro para su desarrollo; lo cual no impide al autor mezclar los pies de página supuestamente escritos por el editor, con los supuestamente añadidos por uno de los personajes, con los del personaje central y con diversas citas literarias. Si la literatura de la fantasía crea mundos y cualidades en la humanidad, qué más da escribir libros enteros a pie de página. Y conste que cada una aporta. Como incluso sucede con los peculiares hoteles pitagóricos y “nádicos” que reciben a otros pasajeros tan vívidos como H. K., pero que le sirven a éste para encontrar el sitio de absoluta paz con su máquina del tiempo, recibida por una señora que las hace casi personalizadas.

Al final, Kustos-Chimal se pregunta “no sé qué te voy a poder contar y qué no”. No importa, la literatura de este viajero nacido en algún siglo primigenio, aterrizado en la generación de los setenta, sigue siendo disfrutable. Habrá que tomar ésta y las siguientes rutas por él escritas.