Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 2 de septiembre de 2012 Num: 913

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

El lavaloza que se
volvió alquimista

Paula Mónaco Felipe entrevista
con Ferrán Adriŕ

Come, este es mi cuerpo
Esther Andradi

Nahui Ollin o la elección del destino
Juan Domingo Argüelles

Palo dado…
Enrique Escalona

Pérez Gay: el compromiso de la memoria
Xabier F. Coronado

Chema Pérez Gay,
deus ex machina

Ricardo Bada

Leer

Columnas:
Galería
Enrique Héctor González

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Perfiles
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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Abundancia de la escasez (III Y ÚLTIMA)

Entre muchos otros, uno de los peores problemas del cine-chicle y sus empedernidos masticadores es que éstos no ven ningún problema. Llega la distribuidora, les ofrece su más reciente artículo masticable, ellos lo toman gustosos y ambos, chiclista y chiclero, juegan a que eso es el cine: un anillo de Moebius hecho de fugacidad, mediocridad y pronto olvido que se renueva cada viernes.

La distribuidora, como se dijo aquí antes, lo que busca es “posicionar” su película mientras el guanabicrític, como también se dijo aquí, lo que anhela es ser leído, visto, escuchado, y vive convencido –y la rueda de noria de la semanal estrenitis bien que se ocupa de reforzarles la percepción– de que así y sólo así, respondiendo más que pavlovianamente a los estímulos de los que se ha hecho rodear, ha de lograrlo. Para él es inconcebible soslayar el nuevo estreno, la nota necrológica cinematográfica –el hermano de Ridley Scott es el ejemplo más reciente–, el blockbuster por venir –y siempre de los siempres habrá un blockbuster por venir–, pues le da la impresión de que la osadía de ignorar tan insoslayables acontecimientos traería como consecuencia no la desaparición o la disminución presencial de éstos sino la extinción, el aniquilamiento de él, cuya condición de sanguijuela o de rémora es, a estas alturas, inocultable y casi de seguro incurable.

La ene potencia del problema

El problema del problema que Tiromirrollo no columbrará jamás es que su anemia profesional no sólo es contagiosa sino que por estos lares y a estas alturas ya parece epidemia: que lo digan los colegas asistentes a las funciones de prensa previas a los estrenos –este arrimacomas hace muchas lunas que ni va ni lo invitan ni echa de menos tales eventos–, cuando ven la sala en cuestión llena hasta el tope con gente “acreditada” que más tarde, se supone, hablará en un espacio público de la película en cuestión. Una vez más, no importa si lo que vayan a decir será favorable o no; para quien convocó a la función lo que cuenta es la presencia ulterior de la cinta en un espacio extra, el que sea, como sea.

El otro problema del problema es que, naturalmente, la epidemia no se detiene en los márgenes de ese guanabiísmo integrado por puros y meros tontos útiles, pues como es bien sabido y evidente, pasa con todos sus efectos a todo aquel que se haya expuesto a los balbuceos, las dislalias, los atropellos gramaticales y sintácticos y la retórica menesterosa con los que Criticalamía suele componer sus atentados reseñístico-idiomáticos.

Como si de una película se tratara, a la secuencia del pavlovianismo sanguijuelesco del guanabí le sigue la secuencia del espectador a estas alturas igualmente rémora pavloviana, y ponga el improbable lector las muchas comillas que lleva lo siguiente: si el crítico no me dice si la peli está nominada a los óscares o si ganó algún premio; si no me dice quién sale, pero sobre todo si no me dice, con pelos y señales, de qué se trata, y si al final no me dice si le gustó a él/ella, sucederán entonces mínimo dos cosas dos: la primera, que no me interesará ver la película porque no sé nada de la misma, y la segunda, que no me importará lo que diga guanabí, porque no me sirve de nada. Así, entre una nada y otra, el cine y su crítica terminan convertidos en una cosa muy, muy extraña, una especie de mezcla entre el juego de las cebollitas y la marcha de los elefantes: todos en fila, bien repegados y agarrándose sus cosas...

¿Y la ética profesional, apá?

¿Que el ochenta por ciento de lo que veo y, por consiguiente, de lo que hablo, es puro cine gringo? Ese no es mi problema, responde Dicepapemas; yo no soy distribuidor ni exhibidor, lo mío es hacer la “crítica” de lo que veo. ¿Que de ese ochenta por ciento no se salva ni la cuarta parte y hasta yo me doy cuenta, pero qué puedo hacer, si de todos modos tengo que hablar de todas ellas porque si no, no me publican o los lectores no me van a pelar? ¿Que al hacerlo contribuyo a la perpetuación del estado de las cosas? Ajá, ¿pero qué tendría que hacer, entonces? ¿No hablar de ese cine? ¿Ignorar ocho de cada diez películas? ¿No estar al pendiente de los estrenos? ¿Dedicarme a otra cosa?

Este sumaverbos sugeriría enfáticamente que mejor lo último, pero atenúa sus expectativas y se limita a proponer el muy necesario retorno de las dos palabras clave que componen el subtítulo de este apartado –van de nuevo: “ética” y “profesional”–, aun consciente de que es demasiado pedir y de que no dejarán de surgir nuevos ansiosos de mostrar, urbi et orbi, la abundancia de su escasez.