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Ver día anteriorJueves 6 de septiembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Perspectivas de paz en Colombia
E

l anuncio formulado el pasado martes por el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, de que su gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tienen ya una hoja de ruta para reactivar las negociaciones de paz, a partir de la primera quincena de octubre en Oslo, Noruega, constituye un signo alentador y saludable por cuanto pudiera ser un primer paso para poner fin al conflicto armado que ha ensangrentado a ese país sudamericano durante medio siglo.

Al margen de los golpes militares recibidos por las FARC en años recientes –particularmente bajo la administración del antecesor de Santos, Álvaro Uribe– y del correspondiente debilitamiento político de ésa, que es la organización guerrillera más antigua del continente, es claro que el objetivo de una pacificación efectiva difícilmente podrá alcanzarse por un camino distinto a la de la interlocución entre las partes en pugna: la política de contrinsurgencia aplicada por la Casa de Nariño a lo largo de las últimas décadas no sólo ha resultado infructuosa en sus intentos de aniquilar a la guerrilla por la vía militar, sino ha sido sumamente costosa en términos de vidas humanas –principalmente de civiles inocentes– y de deterioro del estado de derecho, por cuanto ha desembocado en graves y masivas violaciones a los derechos humanos. El empeño ha configurado, en suma, un frente adicional de violencia y barbarie en aquel país, que se suma a las ejercidas por las propias FARC; por las organizaciones paramilitares –que siguen actuando al amparo de cacicazgos y autoridades políticas– y por diversas expresiones de la delincuencia común.

Por añadidura, durante el ciclo de gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) el conflicto llegó un grado de beligerancia oficial sin precedente que incluyó una injerencia cada vez más abierta del gobierno estadunidense en el país y en la región, e incluso sentó precedentes nefastos para la seguridad y la soberanía de naciones vecinas, como ocurrió con el ataque a la localidad ecuatoriana de Sucumbíos (1º de marzo de 2008), donde los militares colombianos asesinaron e hirieron por igual a guerrilleros y a civiles; entre estos últimos se encontraban cinco estudiantes mexicanos.

Con tales antecedentes, la determinación del gobierno de Juan Manuel Santos de iniciar una nueva etapa de negociaciones con las FARC es sin duda positiva, pero insuficiente, pues es pertinente y necesario que el gobierno actual de Bogotá asuma la responsabilidad y el sentido de Estado que le son exigibles en la situación presente; que ofrezcan garantías creíbles para que dicho proceso no desemboque en el fracaso, como ha ocurrido con intentos anteriores, y que muestre disposición para colocar en la mesa de diálogo perspectivas de solución real a las causas profundas del conflicto colombiano. A fin de cuentas, más allá de la campaña sistemática de demonización de las FARC, y sin soslayar que esa organización ha incurrido en prácticas condenables, si algo ha alimentado su supervivencia durante más de medio siglo es, precisamente, el descontento social que recorre Colombia, consecuencia de la desigualdad, la miseria y la marginación que enfrentan millones de habitantes en aquel país, particularmente en sus entornos rurales.

Con todo y las dificultades previsibles en el camino a la desactivación del añejo conflicto, el anuncio de que el gobierno y la guerrilla colombianos volverán a entablar el diálogo interrumpido hace más de una década permite vislumbrar, por primera vez en una década el viejo anhelo de una pacificación real y duradera en Colombia. Cabe esperar que se convierta en realidad.