El istmo de las maravillas


Oro abandonado por la trasnacional minera en Cerro Chorcha (2010). Reprografías: Ojarasca

¿Existe Panamá? No está confirmado. Los panameños lo siguen buscando. Muchos ya desistieron ante una historia nacional que parece una sucesión de imposiciones externas y ocasionales interludios nacionales, aún antes de su fundación formal en 1903. El “país hermoso y estrafalario” que el novelista Graham Greene aprendió a amar en los agitados años 70 con un romanticismo que le impediría escribir su “novela panameña”, como las hizo de medio mundo. No le quedó de otra que ser reportero, y por una vez deveras, conspirador revolucionario.

Toda la gravedad del colonialismo padecido por nuestras naciones latino y afroamericanas se concentra, como tragedia y caricatura, en Panamá. La macrocefalia que significa su ciudad capital es proporcionalmente mayor a cualquier otra de la región. Con un panorama de rascacielos que roba el aliento, Panamá City tiene mucho de espejismo. En un país con tres millones y medio de habitantes, acoge a la tercera parte del total. Las ciudades del “interior” son pocas y pequeñas, rodeadas por un paisaje “poco productivo”. Dicho así se olvida que existen amplias comarcas en posesión legal de los kuna, ngäbe, buglé, emberá y wounaán, que viven de su propia producción (en particular los segundos, pueblo de unos 200 mil campesinos que ocupan buena parte del noroccidente de la nación ístmica). No obstante, en medio de la multiracialidad de la población panameña, los indios son invisibles fuera del folclor, los redituables “índices de pobreza” y el gancho turístico.

Panamá es santuario de servicios, negocios y el tránsito legal e ilegal de mercancías o dinero. Y su capital una lavandería llena de luces, como la vio al despuntar este siglo otro novelista inglés, John Le Carré, mucho menos piadoso que su paisano Greene. Claro que no se respiraba lo mismo antes que después del “episodio Noriega”, el cual permitió a Estados Unidos reinvadir violentamente la ciudad en 1989, reescribir la historia de Panamá y devolverlo al silencio.

El escritor, filósofo, poeta y periodista Pedro Rivera nos recuerda que esta codicia por el país no es nueva: “Cuando un panameño dice que la posición geográfica es nuestro principal recurso, créale”. Con Panamá en América. Ensayo de economía poética (Ediciones Formato 16, 1997) Rivera aporta las claves pertinentes, yendo al origen moderno de estas tierras que Cristóbal Colón avistara y bautizara a la distancia en su último viaje:

“Francisco Pizarro, que aprendió a cazar indios en tierras panameñas, primero con Ojeda y luego Balboa y Pedro Arias de Ávila, organizó en Panamá con Diego de Almagro y el cura Hernando de Luque la conquista de Perú. Ya desde esa época se estableció una especie de ‘Comando Sur’ de los españoles. De allí salían las expediciones de la conquista y colonización a saquear tesoros y evangelizar almas a sangre y fuego. Ese pareciera ser, desde entonces, el estigma y destino de su singular geografía”.

Rivera concentra su prolífica pesquisa de lo nacional —entre muchas obras suyas, es coautor con el periodista y cineasta Fernando Martínez de El libro de la intervención (fce, 1998 con prólogo de Elena Poniatowska)— y se pregunta si acaso el país no es sólo una “ilusión óptica”:

“Se dice que geográficamente pertenece a Centroamérica, culturalmente al Caribe, históricamente a Suramérica, políticamente a los ‘rabiblancos’ (siendo ‘rabiprietos’ los pobres) y sentimentalmente a Estados Unidos. A algunos panameños el último segmento de tal aseveración les duele como gancho al hígado. A otros, por el contrario, no les da frío ni calor. Tal vez no sea, aun sí, el país más pintoresco, versátil o folclórico de la convulsionada región. Pero merecería serlo por muchas y dolorosas razones. Y lo primero que se debe decir es que los panameños no se sienten homogéneamente centroamericanos, suramericanos, norteamericanos o caribeños”.

El territorio se volvió una nación por conveniencia de Estados Unidos, “a cambio de nada o casi nada”. La utilidad del istmo venía de lejos. Los analistas, escribe Rivera, “afirman que el control que logró Estados Unidos del ‘sitio de ruta’, ya desde 1850 contribuyó más que ningún otro recurso a garantizar su acelerado desarrollo y su expansión imperial”. Los  analistas nos recuerdan “que en aquel año Estados Unidos negoció una concesión para construir el ferrocarril interoceánico a través del istmo panameño, que le sirvió para acelerar la conquista del oeste de su vasto territorio, trasladar el oro de California hasta los centros de poder ubicados en Washington, consolidar su Estado Nacional y extender su hegemonía a los territorios de ultramar”.

Dicha utilidad venía de aún más lejos. Los españoles pasaron sus expolios del oro y las riquezas del sur y el norte americanos a través del istmo, para diversión garantizada de piratas como Morgan y Drake (el segundo, en aguas de Panamá hallaría su fin).

Si bien actualmente el gobierno de Ricardo Martinelli militariza aceleradamente a la Policía Nacional con fines represivos, no hay ejército. Tampoco banca nacional ni moneda propia. Rivera destaca que el 90 por ciento de sus empresas se dedican al comercio y los servicios. Sólo el 25 por ciento de producto interno es productivo y se reduce a plátano, azúcar, y marginalmente café.

Un país de tránsito y de transacción. Más de un centenar de bancos del mundo entero dominan el absurdo skyline de Panamá City desde sus torres. El espejismo de prosperidad en una nación semifeudal y en venta, administrada por unas cuántas familias (los Arias, Motta, Martinelli, Varela, Kelson), hace decir a Pedro Rivera: “Por el camino que va la república de Panamá será lo más parecido a una Suecia rodeada de Bangladesh por todas partes”.

Pero en este país de tránsito, o transitista, donde el mestizaje amalgama “indios occidentales”, afroantillanos, chinos, hindúes, coreanos, criollos, estadunidenses y árabes, sobrevive y se multiplica una población originaria que en fechas recientes ha puesto a Panamá en el mapa continental de la resistencia de un modo distinto al del interludio torrijista de los años 70, pero no menos determinante. Tal es el primer saldo del despertar ngäbe y buglé, profundizado a partir de 2009 contra las minas y las represas, y que en 2012 apunta cada vez más lejos y más adentro. Estos pueblos hablaron en voz alta, y sus connacionales escucharon, y no pudieron menos que darles la razón: defendiendo sus tierras defendían a Panamá.