Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 9 de septiembre de 2012 Num: 914

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

James Thurber, humorista
Ricardo Guzmán Wolffer

La antisolemnidad
según Tin Tan

Jaimeduardo García entrevista
con Rafael Aviña

Rousseau y la ciudadanía
Gabriel Pérez Pérez

Razón e imaginación
en Rousseau

Enrique G. Gallegos

Rousseau o la soberanía
de la autoconciencia

Bernardo Bolaños

Rousseau, tres siglos
de pensamiento

El andar de Juan Jacobo
Leandro Arellano

Enjeduana, ¿la primera poeta del mundo?
Yendi Ramos

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Rousseau o la soberanía
de la autoconciencia

Bernardo Bolaños

Rousseau era hipersensible. “Yo no tenía ninguna idea de las cosas pero todos los sentimientos me eran ya conocidos”, escribe en las Confesiones. Y David Hume, quien buscó conocerlo y lo acogió cuando era perseguido en Francia, afirmaba que Rousseau no era un gran lector, ni un observador, ni se destacaba por su pensamiento. “Él sólo ha sentido, toda su vida; y, en ello, su sensibilidad va un paso más allá de lo que yo jamás había visto.” Esta característica de su personalidad surgió de su infancia, cuando le leía en voz alta a su padre (un relojero suizo) las novelas sentimentales de la biblioteca de la madre muerta. Ya famoso en toda Europa, un año antes de publicar El contrato social, sale a la luz su propia novela del corazón titulada Julia o la nueva Eloísa. En ella, una joven de clase media sacrifica el amor de su vida por interés económico y para cumplir las convenciones sociales. La lectura de esta historia desencadenará un alud de cartas a Rousseau en las que los europeos de la época afirman haber sentido con pasión inusitada, con lágrimas y estremecimientos, las peripecias de la joven Julia. La historiadora Lynn Hunt ha llegado incluso a afirmar que los derecho humanos, basados en la sensibilidad hacia otras personas independientemente de su condición social, se hacen posibles en la conciencia de la gente gracias a la lectura de novelas sentimentales, de las cuales Julia o la nueva Eloísa es el ejemplo más impresionante. Se publicaron 115 ediciones en francés de esta obra entre 1761 y 1800, sin contar las traducciones. Antes de esa revolución moral, tenemos testimonios de nobles que podían desvestirse sin pudor ante su servidumbre, “no teniendo por demostrado que los criados fuesen hombres”, según la expresión de Madame Duchâtelet. Con la lectura de novelas rosas, la gente se habituará a ponerse en los zapatos del otro, sea éste un mendigo o un extranjero.

Rousseau tuvo un gran amigo al que mostraba sus manuscritos y veía regularmente en los cafés. Era Diderot. Pero la fama del primero los separa. Esa es al menos la triste historia de celos y complot de la cual Rousseau está convencido. A Jean-Jacques lo indigna que a Diderot lo traicione la envidia y que lo critique agresivamente por cualquier motivo. Por ejemplo, por haber huido de la ciudad para refugiarse en el campo. A Diderot, por su parte, le exaspera el orgullo desmedido de su amigo que desprecia el dinero, que creía sucio (como el monto de una pensión de Luis XV), en perjuicio de su familia. Luego vendrá una separación ruidosa. Rousseau acusa a Diderot de revelar su amor platónico por la joven Sophie d’Houdetot nada menos que al amante de ésta, el poeta Saint-Lambert. Diderot aduce un simple descuido, pero Jean-Jacques decide romper. “Tuve un Aristarco [entiéndase un censor] severo y juicioso; ya no lo tengo, ya no lo quiero, pero lo lamentaré por siempre y le falta mucho más a mi corazón que a mis escritos.” Al leer esas líneas, Diderot se enfurece y trata a Jean-Jacques de “vano como Satanás, ingrato, cruel, hipócrita y malvado”.

Rousseau vivía una paradoja existencial: amaba a las sociedades libres y participativas pero admiraba también la espontaneidad del buen salvaje. Digan lo que digan los filósofos políticos contemporáneos con sus sutiles distinciones y sus lecturas separadas por disciplinas, Rousseau redescubrió la democracia. Esta última es la experiencia esquizofrénica en la cual el ser humano es tanto un bourgeois retraído en su vida privada como un citoyen comprometido. Léanse, respectivamente, el Emilio y El contrato social. La suma de estos dos personajes da lugar a un Yo que se extraña de sí mismo. En Las ensoñaciones del paseante solitario, obra póstuma, Rousseau acabará reconociendo: “el conócete a ti mismo del templo de Delfos no era una máxima tan fácil de seguir como lo había creído en mis Confesiones”.

Años después de su disputa, Diderot retratará la conciencia de su antes amigo en el diálogo titulado El sobrino de Rameau: “Que el diablo me lleve si sé en el fondo quién soy. En general, tengo el espíritu redondo como una pelota y el carácter franco como el mimbre; jamás soy falso, siempre que tengo interés en ser verdadero; jamás soy verdadero, si tengo siquiera un poco de interés en ser falso. Digo las cosas como ellas me vienen, si son sensatas qué mejor; si impertinentes, ni modo. Uso plenamente mi franqueza.” Y Diderot termina este párrafo parafraseando la descripción que hiciera Hume de Rousseau: “Nunca en mi vida he pensado, ni antes de expresarme, ni al expresarme, ni después de haberme expresado. Por ello, no ofendo a nadie.” Desde luego, cuando Hume y Diderot decían que Rousseau nunca pensó no sugerían que fuera un imbécil, sino que se regía por un deber de espontaneidad, por intuiciones emotivas que daban lugar a un valor nuevo: la autenticidad. Ésta es la independencia incluso para ser uno mismo, la falta de sumisión llevada hasta la definición inédita de sí.

Una copia de El sobrino de Rameau llegará, a través de un bibliotecario de Catalina la Grande de Rusia, al poeta Schiller, que lo compartirá con Goethe, su traductor al alemán, y luego con Hegel, quien lo citará tres veces en La fenomenología del espíritu al abordar el desarrollo del Espíritu extrañado de sí mismo. Hegel interpreta el diálogo de Diderot como testimonio del surgimiento de la autoconciencia en la modernidad, una conciencia escindida, libre de las ataduras de la tradición y la religión.

Podemos adoptar la profunda lectura que hace Hegel del diálogo para afirmar que Rousseau ejemplifica mejor que nadie el surgimiento de la conciencia moderna. Rousseau se fijaba en su propio pecho, en sus libros y se decía: “Es auténtico mi sentimiento.” Rousseau abrió las puertas a la emergencia de sociedades liberales, formada de burgueses-ciudadanos, libres en el sentido de ser dueños de su vida interior, es decir, atrincherados bajo su conciencia individual. En la modernidad, la virtud suprema de los burgueses-ciudadanos será la autenticidad; cada persona será, como denunciaría Marx, una mónada. Y la autenticidad será también una forma de locura, un distanciamiento del Yo. Por eso, el retrato que hace Diderot de su antiguo amigo no es complaciente.

La vigencia de Rousseau como filósofo es enorme. El ser humano no es sólo el buen salvaje asocial, ni sólo el ciudadano total. Entre el individualismo liberal y el jacobinismo totalitario está Rousseau. Entre la vida privada y la vida pública está la autoconciencia moderna.