Opinión
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37 Festival Internacional de Cine de Toronto
De narrativas y asesinos múltiples
T

oronto, 10 de septiembre. Otro de los títulos muy anticipados del festival era Cloud Atlas, tal vez la película independiente más cara de la historia –cien millones de dólares, más o menos– y la primera que filman los hermanos Andy y Lana (antes Larry) Wachowski con el alemán Tom Tykwer. No podía ser más ambiciosa esta adaptación de la premiada novela homónima de David Mitchell. La historia salta entre seis épocas diferentes y sendos géneros, desde 1849 hasta el siglo XXIV (106 años después de la Caída), en las que los variados personajes son interpretados por los mismos actores con grotescos disfraces de látex y horribles pelucas. No importa. Bajo el disfraz que sea, Tom Hanks es el mismo pesado Tom Hanks de siempre.

En esa mezcla de situaciones y géneros el azar funciona para que personajes similares se conozcan e interactúen a través del tiempo, en una especie de conclusión New Age sobre la continuidad cósmica de nuestras vidas. A saber cuál de los directores aportó tal o cual elemento. Pero lo evidente es que han regurgitado todas las películas y cómics digeridos desde su adolescencia, convirtiéndolos en un pozole que, aunque sobrecargado, no resulta indigesto. Con casi tres horas de duración, la película es por lo menos entretenida. Sobre todo la alternancia de las acciones climáticas funciona en términos dramáticos, cosa que no aplica a otros puntos de la narrativa.

Otro tipo de representación múltiple, mucho más siniestra, se aprecia en The Act of Killing (El acto de matar), documental coproducido entre Dinamarca, Noruega y el Reino Unido, y dirigido por el estadunidense Joshua Oppenheimer. Una vez más el género informa de un genocidio poco conocido, el ocurrido en Indonesia a partir del golpe de estado militar de 1965. Desde entonces, gángsters y grupos paramilitares se dedicaron a la masacre de comunistas, que igual podrían haber sido sólo intelectuales o ciudadanos chinos.

Oppenheimer entrevista a Anwar Congo, uno de los líderes principales del genocidio, que calcula con satisfacción haber dado muerte personalmente a mil seres humanos. Como no están ante un tribunal de La Haya, él y sus secuaces presumen de sus métodos para aniquilar con más eficacia a sus víctimas. Y, en el segmento más macabro, se disponen a recrear sus fechorías para una película filmada por paramilitares. Curiosamente, Congo acepta interpretar a un par de sus ejecutados y confiesa haber sentido compasión. Un poco más de conciencia se filtra en su amoral mentalidad cuando revisa el pietaje filmado. Tal vez ningún otro cineasta había conseguido registrar con tal contundencia la verdadera actitud de un genocida.

Algo hay que decir sobre la mexicana Ahí va el Diablo, de Adrián García Bogliano, que algún bromista programó en la sección Vanguard. En efecto, la película es tan retrógrada que ya se colocó en la vanguardia. A no ser por la aparición de teléfonos celulares, cualquiera diría que es un churro perdido de los años 70. La historia de la posesión demoniaca de un par de niños posee todos los elementos de entonces: diálogos absurdos (por supuesto, un policía se despide diciendo “por cierto…”), efectos especiales marca libre (incluye un alucine sicodélico), desnudos femeninos gratuitos (la acción abre con una escena de amor lésbico), un uso indiscriminado y anacrónico del zoom, y una pista sonora saturada de ruidos, percusiones, efectos de eco, etcétera.

Lo único intrigante del asunto es por qué se programó en Toronto algo tan poco representativo del cine mexicano (deslindemos, la producción es más gringa que nacional y el director es argentino), cuando se pasaron por alto títulos mucho más dignos. Por ejemplo, Después de Lucía, de Michel Franco, que ganó el premio de la sección Una Cierta Mirada en el pasado festival de Cannes.

Twitter: @walyder