Opinión
Ver día anteriorJueves 13 de septiembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Aberraciones de los bancos
P

ensaba continuar escribiendo sobre China, pero como ahora me voy a Buenos Aires y he tenido varios percances con las muy honorables instituciones que nos tiranizan, me espero para mi próxima colaboración. Empiezo: para viajar es necesario avisarlo a los bancos si se pretende utilizar las tarjetas de crédito o débito que la buena o la mala fortuna nos haya otorgado. Se marca un número señalado en el reverso de la tarjeta: suena ocupado. Vuelve a marcarse con paciencia infinita y de pronto una voz atildada agradece la llamada y pide que a continuación marquemos una de las múltiples opciones posibles. Las oímos con atención, pero ninguna parece corresponder a lo que deseamos, que una voz humana no grabada se conduela y nos conteste; después de mucho marcar –el uno, el dos, el tres o el cuatro o de perdida el asterisco cero–, el arcano telefónico nos devuelve una monótona voz femenina, diciendo Gracias por llamar a Banamex, me llamo Lidia Salas, ¿puede proporcionarme su nombre completo? Lo proporciono, deletreándolo con cuidado varias veces al hilo; me ruegan luego que enumere los 16s dígitos que identifican mi plástico, lo hago con mansedumbre de cordero; agregan de inmediato que, para mi conveniencia, la conversación será grabada. ¿Qué hacer, acepto o no acepto? Si no lo hago, la operación no se consuma; hago de tripas corazón y acepto, aunque sé que es un abuso de confianza o quizá una medida totalmente anticonstitucional.

Por razones de seguridad, vuelve a decirme la señorita Salas en cuestión, ¿podría usted decirme su domicilio, tal y como aparece en sus estados de cuenta? Lo hago. ¿Su fecha de nacimiento, inquiere? Se la digo, ¿la fecha de caducidad de su tarjeta? Una vez que he respondido como falderillo a todas sus preguntas, pero con una ira efervescente que me va naciendo en todo el cuerpo, concluye que todo está en regla que podré utilizar mi plástico en cualquier cajero del país de destino, después de 24 horas de haber hecho este pedido. Para finalizar me da un número de folio que apunto religiosamente, por si las moscas.

Vuelvo a colocar mi tarjeta en su lugar y me percato de inmediato que los datos que he proporcionado son los de una tarjeta antigua, aunque coinciden con los números que identifican a la nueva. Vuelvo a llamar por si las dudas y la monótona operación se reproduce; después de varios intentos desesperados, lo consigo y por fin otra voz me avisa que todos los ejecutivos (sí, ejecutivos) se encuentran enteramente ocupados, que vuelva a llamar en breve. Después de mucha paciencia, de tragarme mi coraje y de numerosos intentos fallidos logro comunicarme con un señor que podría llamarse Noel Artigas, éste me avisa que mi tarjeta no está vigente, que debo activar la nueva, la del chip y que es necesario reiniciar la operación. Me quejo, le digo que la funcionaria anterior me ha dicho que mi tarjeta es vigente, que puedo utilizarla y también la del chip. Correcto, responde. ¿Qué es lo correcto, a quién debo creerle, a la señorita Salas o a usted? “Entiendo –dice– mecánicamente”. “¿Qué es lo qué entiende –repito, furiosa–?” Es correcto, repite. O sea... Sin inmutarse, como todo buen funcionario ejecutivo que ha aprendido a ser robot, vuelve a repetir correcto, entiendo, o sea, y me pide que tenga por favor paciencia y que dentro de un momento me dará el número de folio que ampara mi operación que me permitirá no morir de hambre cuando llegue a Buenos Aires, pero antes de darme el número de folio me cuelga. A punto del infarto, vuelvo a llamar, me quejo, otra voz femenina responde: otra ejecutiva, Lucía García, quien sin inmutarse vuelve a repetir las frases consabidas eso es, entiendo, correcto y cuando ya estoy a punto de morir en el intento, me avisa que mi tarjeta está vigente, y que de inmediato me proporcionará el número de folio con el cual podré ampararme en caso de que mi tarjeta no funcione cuando llegue a la Argentina.

Twitter: @margo_glantz