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La masacre olvidada
P

ersisten los recuerdos, por supuesto. El hombre que perdió a su familia en un matanza anterior y luego vio cómo los jóvenes de Chatila eran formados después de la nueva masacre y los hacían marchar hacia la muerte. Pero –al igual que la mugre acumulada en el basurero, entre las casuchas–, la peste de la injusticia persiste en los campamentos donde mil 700 palestinos fueron ejecutados hace 30 años, fecha que se cumple la semana próxima.

Nadie ha sido juzgado ni sentenciado por aquella carnicería, que hasta un escritor israelí comparó en ese tiempo con la matanza de yugoslavos por simpatizantes nazis en la Segunda Guerra Mundial. Sabra y Chatila son un monumento a los criminales que evadieron la justicia y salieron impunes.

Jaled Abú Noor era un adolescente que había dejado el campamento para ir a las montañas a adiestrarse en la milicia antes que los falangistas aliados de Israel entraran en Sabra y Chatila. ¿Siente culpa por ello, por no haberse quedado a luchar con los violadores y asesinos? Lo que siento hoy es depresión, comenta. “Exigimos justicia, procesos en tribunales internacionales… pero no hubo nada. Nadie fue declarado responsable, nadie compareció ante la justicia. Y por eso tuvimos que sufrir en la guerra de los campamentos de 1986 (a manos de libaneses chiítas), y por eso los israelíes pudieron dar muerte a tantos palestinos en la guerra de Gaza de 2008-2009. Si se hubiera juzgado a los asesinos de hace 30 años, esas otras matanzas no habrían ocurrido.”

No le falta razón. Mientras en Manhattan presidentes y primeros ministros han formado fila para llorar a los muertos en los crímenes de lesa humanidad de 2001 en el World Trade Center, ni un solo gobernante occidental se ha atrevido a visitar las frías y sucias fosas comunes de Sabra y Chatila, donde unos cuantos árboles zarrapastrosos dan sombra a las borrosas fotografías de los muertos. Tampoco, hay que decirlo, en esos 30 años un solo líder árabe se ha molestado en visitar la última morada de al menos 600 de las mil 700 víctimas. Los potentados árabes sangran en el corazón por los palestinos, pero un boleto de avión a Beirut sería demasiado para ellos en estos días… ¿y quién querría ofender a los israelíes o los estadunidenses?

Es una ironía –importante, a final de cuentas– que la única nación que realizó una investigación oficial seria, aunque fallida, sobre la masacre fue Israel. El ejército israelí envió a los asesinos a los campamentos y luego observó, sin hacer nada, mientras se cometía la atrocidad. Un teniente israelí llamado Avi Grabowsky dio la más reveladora evidencia de ello. La Comisión Kahan dictaminó que el entonces ministro de Defensa Ariel Sharon era personalmente responsable por haber enviado a los despiadados falangistas antipalestinos a los campamentos para limpiarlos de terroristas, los cuales resultaron tan inexistentes como las armas de destrucción masiva de Irak 21 años después.

Sharon perdió el cargo, pero más tarde llegó a primer ministro, hasta que fue víctima de un ataque al corazón al cual sobrevivió, pero lo privó del habla. Elie Hobeika, líder miliciano cristiano libanés que encabezó las matanzas –después de que Sharon dijo a los falangistas que los palestinos acababan de ejecutar a su líder, Bashir Gemayel–, fue asesinado años más tarde en Beirut oriental. Sus enemigos afirmaron que los sirios le dieron muerte, sus amigos culparon a los israelíes. Hobeika, quien se había pasado a los sirios, acababa de anunciar que revelaría todo sobre la atrocidad de Sabra y Chatila ante un tribunal belga que deseaba someter a juicio a Sharon.

Desde luego, quienes entramos en los campamentos en el tercer y último día de la masacre –el 18 de septiembre de 1982– tenemos nuestros propios recuerdos. Yo guardo en la mente la imagen de un hombre tirado en la calle principal, vestido con piyama y con su inocente bastón a su lado; la de dos mujeres y un niño baleados al lado de un caballo de muerto; la de una casa particular en la que me protegí de los asesinos con mi colega Loren Jenkins, del Washington Post, y donde encontramos una mujer que yacía en el patio a nuestro lado. Algunas de las mujeres fueron violadas antes de que las mataran. Los ejércitos de moscas, el hedor de la descomposición… uno se acuerda de esas cosas.

Abú Maher tiene 65 años –como Jaled Abú Noor, en un principio su familia huyó de sus hogares en Safad, en el Israel actual– y permaneció en el campamento durante la masacre. En un principio no daba crédito a los hombres y mujeres que lo apremiaban a huir de su casa. “Una vecina se puso a gritar; me asomé y vi cómo la mataban a tiros. Su hija echó a correr; los asesinos la persiguieron gritando ‘¡Mátenla, mátenla, no la dejen escapar!’ Ella me gritó, pero no pude hacer nada. Al final logró escapar.”

Viajes repetidos de vuelta al campamento, año tras año, han permitido construir una relación en asombroso detalle. Investigaciones de Karsten Tveit, de la radio noruega, y mías han demostrado que muchos hombres a quienes Abú Maher vio que se llevaban vivos después de la primera matanza fueron entregados de nuevo por los israelíes a los asesinos falangistas, quienes los tuvieron prisioneros unos días en Beirut oriental y después, al ver que no podían canjearlos por rehenes cristianos, los ejecutaron junto a las fosas comunes.

Se han presentado despiadados argumentos en pro del olvido. ¿Por qué recordar a unos cientos de palestinos asesinados cuando en Siria han perecido 25 mil personas en 19 meses? Partidarios de Israel y críticos del mundo musulmán me han escrito en años recientes acusándome de hacer continuas referencias a la masacre de Sabra y Chatila, como si mi testimonio presencial de esa atrocidad ya hubieran prescrito. Al comparar esos informes míos con mis relatos sobre la opresión turca, un lector me ha escrito su conclusión de que en este caso (Sabra y Chatila) soy parcial contra Israel, con base sólo en el número desproporcionado de referencias que hace a esta atrocidad.

Pero, ¿pueden hacerse demasiadas? La doctora Bayan al-Hout, viuda del ex embajador de la OLP en Beirut, ha escrito el recuento más autorizado y detallado de los crímenes de guerra de Sabra y Chatila –porque eso es lo que fueron– y concluye que en los años posteriores la gente temía recordar. “Luego, grupos internacionales comenzaron a hablar e investigar. Debemos recordar que todos somos responsables por lo que ocurrió. Y las víctimas aún llevan las cicatrices de esos sucesos –hasta los que no habían nacido las tienen– y necesitan amor.” En la conclusión de su libro, la doctora Al-Hout hace preguntas difíciles y de hecho peligrosas: ¿Fueron los perpetradores los únicos responsables? ¿Los que ejecutaron los crímenes fueron los únicos criminales? ¿O lo son quienes dieron las órdenes? ¿Quién en verdad es responsable?

En otras palabras, ¿acaso Líbano no tiene responsabilidad junto con los falangistas, Israel con su ejército, los árabes con su aliado estadunidense? La doctora al-Hout termina su investigación con una cita del rabino Abraham Heschel, quien tronó contra la guerra de Vietnam: En una sociedad libre algunos son culpables, pero todos somos responsables.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya