Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Sábado 15 de septiembre de 2012 Num: 915

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Epaminondas J. Gonatás

Agustín Lara en blanco
y negro

Luis Rafael Sánchez

La estación de las lluvias
Jorge Valdés Díaz-Vélez

Elegía citadina
Leandro Arellano

De traición, insensibilidad
y muerte

José María Espinasa

Klimt, arrebato
y contemplación

Germaine Gómez-Haro

Horacio Coppola,
un artista de la cámara

Alejandro Michelena

Columnas:
Perfiles
Ilan Stavans

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

De traición, insensibilidad y muerte

José María Espinasa

El Sinaloa es la segunda novela de Guillermo Rubio, y el calificativo de “segunda” debe ir subrayado. La primera, Pasito tun tun, publicada hace ya unos cinco años, es un libro extraño, irrepetible y excepcional. Si hay una segunda, esa novela ya no puede tener esos calificativos, pues lo excepcional no se normaliza a menos de dejar de serlo. Es como la violencia en el país, lo peor que puede pasar es que se nos vuelva cotidiana. Para un lector desatento lo excepcional de la primera se pierde –se desaparece– en la normalidad de la segunda. Es justamente el mecanismo que sigue la violencia en el proceso de insensibilización ante la muerte: un decapitado es aterrador, una docena, escenografía.

La narrativa de Rubio tiene, a diferencia de la ahora de moda novela del narco, derivada de la narrativa negra y con leyes muy semejantes en un contexto distinto, una finalidad moral: no aceptar esa sensibilidad sin sentimientos, anestesiada, para la cual, como dice José Alfredo, la vida no vale nada. Al contrario, la vida vale un chorro de dólares, quiero decir, eso “vale” terminar con ella. El sicario, digno del género pulp fiction, que atravesaba vertiginosamente las páginas de Pasito tun tun, que construía su personalidad en el delirio de la huida permanente de la muerte matando a los demás (ojo, a los demás, pues para el narco la noción del otro no existe, está de más), adquiere en El Sinaloa las características normales de un típico héroe romántico, lo que significa que quiere vivir, aunque cada cierto tiempo se diga a sí mismo y nos lo diga a nosotros, en un nihilismo absoluto, “chingue su madre el mundo, ya qué”.

El Sinaloa, protagonista de la novela a la que da nombre, a diferencia del Yaqui, el sicario de Pasito tun tun, no es un artista de la muerte, sino un artesano; tiene oficio, sabe cómo hacerlo, lo planea; incluso, aunque después volveremos sobre esto, tiene valores. Para el Yaqui se trata de un vértigo, una razón de vida, un delirio; para el primero, de una profesión. Ese es su trabajo, mejor dicho, y ustedes entienden la diferencia; esa es su chamba. No voy a repetir a ustedes la historia del texto que terminó siendo Pasito tun tun. Doy por sentado que la conocen: lo que va del deseo de escribir por un hombre que no sabe hacerlo, que es, si nos ponemos rigurosos, un analfabeto escriturario, pero con un inmenso talento narrativo transmitido a través de una escritura –o lo que vagamente se cree que eso designa– en una caída libre en el abismo de la violencia. Eso fue Pasito tun tun, que toma su título de la conocida canción que el sicario canta como leitmotiv de sus asesinatos y posterior ritual.

Insisto: El Sinaloa es una segunda novela, y con eso quiero decir que es el segundo libro publicado de un escritor que ya ha dejado atrás esa condición anormal de su primer libro. ¿La ha dejado atrás? Yo creo que sí. Esta novela está mejor escrita, mejor armada, tiene un ritmo más construido, y se inserta, claro, en el contexto de la narconarrativa como género. Mientras que El Yaqui nos habla desde un mundo que es ya el de los muertos, aunque esté entre los vivos, El Sinaloa no, nos habla desde los vivos y no quiere morir. Le encargan “un jale” que terminará por dejar un reguero de muertos.

A lo largo de las reflexiones epigramáticas que preceden cada capítulo se nos insiste mucho en que el tema de la novela es la traición. La función que en nuestro mundo cumple la lealtad, en ése lo cumple la traición. Se es leal hasta que se traiciona, lo que ocurre, en otra expresión muy mexicana, “en un momentito”, que es la manera de llamar a la conversión de lo instantáneo en permanencia y que Octavio Paz señaló como tarea del poema.

“Un momentito” no es una expresión que designe algo mensurable, una duración concreta; es el tiempo sin duración, el tiempo de la traición. El hecho de que en ese tiempo sin transcurso el héroe romántico se mantenga tal cual es resulta bastante aleccionador. Cuando suena el teléfono y llaman al Sinaloa para hacer una chamba, la respuesta es: voy para allá. La disponibilidad ya no forma de ser sino, como diría el existencialismo, el ser en sí. Por eso no hay escapatoria, de ese mundo no se escapa ni muerto.

Lo verdaderamente milagroso es que en esa zona fronteriza entre dos países, pero también entre la vida y la muerte, entre la cultura y la barbarie, lo que el novelista quiere rescatar es al personaje, un personaje sin valores que lo vuelvan tal. Por eso la acción, ese valor supremo esgrimido por la mayoría de los practicantes del género narconovela, es realidad insignificante; si dependiera de la acción su valor literario, estas novelas serían muy aburridas, pues si algo las caracteriza es la falta de imaginación.

El Sinaloa es tan detestable como todos los personajes de la novela, y lo que ocurre es tan previsible como en una novela rosa. ¿Qué es entonces lo que nos lleva a seguir leyendo hasta el final sin soltar el libro? No, desde luego, la esperanza de que algo cambie, al fin y al cabo los vengadores son también muy previsibles, sino el vértigo que produce el acontecimiento insignificante de la muerte.