Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 30 de septiembre de 2012 Num: 917

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Borges se copia
Rodolfo Alonso

Tres cuartas partes
José Ángel Leyva

Entre la ficción, el
set y el escenario

Ricardo Yáñez entrevista
con Dulce María González

Imitar e inventar
Vilma Fuentes

Bradbury por siempre
Ricardo Guzmán Wolffer

Crónicas marcianas o un adiós a Bradbury
Marco Antonio Campos

Jorge Ibargüengoitia: una amenidad sin amenazas
Enrique Héctor González

Leer

Columnas:
Galería
Saúl Toledo Ramos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Perfiles
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


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Verónica Murguía

La lección de Kafka

En el cuento La metamorfosis, sonriente glosa del celebérrimo texto de Kafka, el escritor estadunidense Shalom Auslander imagina la peor pesadilla de cualquier judío ortodoxo:  “a. Motty se despierta una mañana después de haber soñado cosas impuras, y se da cuenta de que se ha transformado en un enorme goy.”  Goy, por si el lector lo ignora, es una palabra hebrea que significa extranjero y se utiliza para nombrar a todo aquel que no es judío.

Shalom Auslander sí es judío, educado en la ortodoxia más estricta, razón por la cual sabe que, para sus paisanos, despertar convertido en un goy no es enchílame otra. Y el goy del cuento es inequívoca, espectacular y absolutamente goy: no está circuncidado y ostenta en un bíceps el tatuaje de una muchacha a horcajadas sobre una espada que atraviesa la órbita vacía de un cráneo mondo. (Los tatuajes están prohibidos en la religión judía. Quien se haga uno, no podrá ser enterrado junto a los demás). Motty traga saliva y hace conejo con el brazo: el cuerpo del goy no sólo tiene el tatuaje, además, es muy fuerte. Motty, en cambio, antes de la transformación, era un alfeñique. Y de ese alfeñique sólo queda la cabeza. Es un Frankenstein mal hecho.

Pero Motty, con todo y tatuaje, prepucio y musculatura, sigue siendo Motty, nos dice Auslander, así como Samsa seguía siendo Samsa, aun dentro del cuerpo del artrópodo aquél –¿sería una cucaracha? Kafka no lo especifica.

Con sus nuevas y potentes piernas goyishe se va a la sinagoga, donde, para su sorpresa, le prohíben el paso. Los rabinos no lo reconocen, a pesar de que son sus maestros. Motty les explica la situación y les dice que, aunque tiene un cuerpo distinto, sigue creyendo, por lo que les pide que lo dejen entrar. Sigue una discusión hilarante, muy parecida a las disputas minuciosas y absurdas que precedían a las quemazones inquisitoriales del Renacimiento católico. Los rabinos deciden que la única parte de Motty que puede entrar en el templo es la cabeza. Decapitarlo es una posibilidad, tal vez la única de salvarle el alma. Motty, que de tonto no tiene un pelo, escapa.

No voy a contar todo el cuento, aunque estoy segura de que este artículo resultaría divertidísimo si lo hiciera. Quiero, en todo caso, señalar que leer a un escritor como Auslander es una experiencia vivificante, deliciosa. La idea de amanecer convertido en otro, como Orlando, el personaje de Virginia Woolf, quien un día abre los ojos convertido en mujer, es un experimento muy estimulante si uno le da tiempo y le echa ganas a imaginarse escenarios.

La novelista Ana Clavel lo desarrolló en el libro Cuerpo náufrago en el que Antonia, una mujer, se convierte en hombre y se obsesiona por los mingitorios, pero es Auslander quien se acerca más a Kafka: cambiar de sexo, aun con las incomodidades y desventajas que representó para Orlando, o los descubrimientos sexuales que otorgó a Antonia, no es lo mismo que convertirse en algo temido y despreciado. Samsa y Motty no se transforman en el sexo opuesto –complementario e indispensable, por más misoginia que haya, porque si no, no se perpetúa la especie– sino en algo percibido con repulsión.

Es como si un Ku Klux Klan se despertara un día convertido en Queen Latifah; como si Paulina Peña Pretellini, la hija de Peña Nieto, la de los proles, se levantara un día en Chiapas, en un pequeño jacal, lista para ir por el agua con una cubeta; como si un z se despertara, qué ganas, convertido en una frágil jovencita de quince años. Es el cacareado ejercicio, tan poco practicado, de ponerse en los zapatos del otro.

Ahora que el mundo árabe está agitado debido a una provocación malhecha que no vale, ya no digamos la vida de las víctimas muertas en Siria, no vale nada, me doy cuenta de que en el mundo islámico hacen falta montones de escritores como Auslander. Pero el islam de ahora no quiere pensar que, si Dios existe, no necesita quien lo defienda.

Si me atuviera a las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, no hay blasfemia que alcance a herir a Dios, ni pecado que no perdone. Por eso me gustaría tomar de la manga a los mullahs y asegurarles que a Alá ni le va ni le viene una película hecha por un director de videos porno que, además, está acusado de fraude.

Y si en esas ando, ¿no sería lo máximo que Bush despertara convertido en mujer y en Afganistán? ¿Y que Calderón amaneciera transfigurado en una doctora del Semefo en Tamaulipas? Uf.