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Para que no se olvide
E

l 2 de octubre nos pone enfrente nuevos o rescatados recuerdos, vivencias compartidas y apropiaciones irremediables. Un protagonismo de la memoria, hecho con cargo a la memoria de cada quien, se asoma al menor descuido y la coincidencia en el miedo y el dolor no elimina ni puede dar lugar a que se soslayen las mil y una formas en que los que sobrevivimos traemos al presente aquella terrible circunstancia.

El relato de Enrique Sánchez Rebolledo sobre esos acontecimientos, a quien dedico este artículo, dado a conocer el jueves en estas páginas por su hermano Adolfo, me llevó a un torbellino memorioso que, como propone el corrido, casi me alevantó. La precisión y concisión de que hizo gala Quique al rememorar esos terribles momentos que, para él, se prolongaban sin clemencia al pie de la iglesia, fueron para otros segundos vitales para cruzar el pelotón de militares con el fusil providencialmente embrazado, como ocurrió con mis amigos Eduardo y Pablo Pascual o, como fue mi caso y el de Andrea Huerta, minutos y horas pecho a tierra al pie del edificio Chihuahua o en un apartamento donde nos dieron refugio unos generosos damnificados de las inundaciones de San Juan de Aragón, para después dejar el complejo guiados y protegidos por una abnegada vecina de la unidad. Hasta aquí, cada quien su Tlatelolco.

Si algo unifica la imposibilidad del olvido es la conciencia del abuso de poder convertido, sin mediaciones, en crimen de Estado. El horror frente a la muerte de inocentes desarmados, una tarde apacible en la que privaba una cierta sonrisa por haber regresado a la calle y la plaza, después de la invasión militar de CU y los enfrentamientos sangrientos en el Casco de Santo Tomás, se volvió furia y ruido contra un presidente incapaz de respetar la propia legalidad de su Estado y dispuesto a matar.

Como si se tratara de una gran catarsis que irrumpía entre lodo, sangre y demencia, Díaz Ordaz llevó al Ejército Nacional Mexicano a cubrirse de vergüenza. La sociedad doliente e inerme hubo de preguntarse, en serio o en barruntos, por su futuro, una vez que el Estado heredero de la gran revolución anunciaba, en medio del ruido de balas y tanquetas, que su inevitable fin se preparaba.

Incapaz de entender a los hijos del desarrollo fruto de aquella revolución, el Estado pasó sin recato sobre los veredictos de su arco histórico, como alguna vez lo llamara Arnaldo Córdova, al que le dieran gloria y orgullo las gestas de Querétaro en 1917, las del presidente Lázaro Cárdenas e incluso las obras y realizaciones que en su nombre se hicieran después, cuando todo había empezado a cambiar, para mal, parafraseando a Don Jesús Silva Hérzog. Por eso es que, también, el 2 de octubre no se puede olvidar.

El hueco que esa fecha abrió en el alma mexicana es difícil de aprehender ahora, 44 años después, no sólo por quienes lo vivimos y sufrimos, sino sobre todo por quienes nos siguieron y se preguntan de nuevo por el futuro de un Estado extraviado y de una democracia cuyas virtudes taumatúrgicas hacen mutis cada vez que las invocamos. Aquel día, fue prueba eficiente de que una manera de gobernar basada en la sumisión tenía que salir cuanto antes.

Si México quería convertirse en una auténtica república democrática, como lo estableciera desde 1917 la Constitución Política, tenía que cambiar y pronto. Esta conclusión y convocatoria, fraguadas por el 68, no pertenecían sólo a la derecha civilista encarnada por el PAN; eran, sin duda, la continuación legítima de las luchas de la izquierda mexicana, nacionalista y comunista, que el propio general Cárdenas había actualizado en los inicios de la década de los años 60, con su defensa de la soberanía nacional y la vigencia de la Constitución. De ello dieron cuenta El Espectador, animado por Fuentes, Villoro, Flores Olea, González Pedrero y compañeros, y luego, la revista Política, que hiciera posible Manuel Marcué Pardiñas.

La matanza y el patético espectáculo moral y ético que le siguió, no pueden ser identificados como el amanecer del reclamo democrático que cubrió las décadas siguientes, ni de su desenlace en el pluralismo precozmente avejentado que hoy articula nuestros conflictos y luchas por el poder. Mucha agua y sangre hubieron de pasar para que un puente renovador, que nos reivindicara como nación, pudiera construirse.

Insistir en ver aquel día infausto como un parte aguas, puede llevar a los demócratas actuales, así como a los que privilegian el movimiento social sobre la militancia política, a mistificaciones nutridas de un mítico despertar gracias al fuego y la sangre. No fue eso lo que ocurrió y todavía llevó duros años, poblados de crueldad estatal, angustia juvenil y confusión popular, para poder arribar a algún opaco consenso sobre la ruta que había que seguir para darle a la evolución nacional otro sentido histórico.

Los extravíos, sobre todo cuando emanan del poder y llegan a la población a través de la violencia, son siempre dañinos y harto difíciles de remontar. Dos de octubre no se olvida, porque no podemos olvidarlo; pero su recuerdo tiene que inscribirse en una historia pasada y del presente larga y compleja, agresiva y poco generosa. Antes de que le llegue a esa fecha axial el triste beneficio de su revisión (mal) intencionada al servicio de los nuevos poderes, hay que hacer de su recuerdo el punto de partida de una reflexión comprometida con la razón histórica, a la vez que con un reclamo político que, para ser lo constructivo, tiene que volver los ojos al pueblo.