Opinión
Ver día anteriorMartes 9 de octubre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Rogelio Cuéllar: retratos de artistas
C

uatro décadas abarca el abanico, exhibido en el MACAY. Cuenta con un catálogo que resguarda las fotos como registro iconográfico prologado por Andrés de Luna: a veces el espectador se queda con algunos retratos que ilustran al hombre ilustre: ni demasiado joven, ni demasiado viejo. Se trata de obtener una imagen que ofrezca cierta perdurabilidad en ese espacio-tiempo.

Tal enunciado encuentra su razón en varias de las imágenes, que son bellas, independientemente de lo ilustre que haya sido el modelo. Con todo y su personalidad a veces intrincada, luce muy ilustre Alberto Gironella, en uno de los retratos llamémosle clásicos. Sentado, con expresión tranquila, mira al objetivo. Sus enseres están en penumbra y es su persona el motivo a poner en relieve entregando ciertos detalles, no posados, sino aleatorios, como el anillo oval que luce en la mano izquierda. Es un error que no se hayan anotado las fechas de las tomas. Gironella parece tener aquí unos 50 años. No es que sea un modelo bello, para eso el espectador debe remitirse a retratos como el de Leonora Carrington, ya en edad más que madura. Su inmarcesible belleza quedó resaltada con el sólo iluminar de la cara y la mano visible que sostiene un motivo tántrico.

En cambio una luz uniforme matiza el retrato de Carla Rippey, captada de medio busto con un manojo de flores silvestres. Es una mujer hermosa, quizá con cierto tono prerrafaelita dentro de su modernidad. Otros en los que se destacan rasgos atractivos en cuanto al modelo son los de Roberto Cortázar ligeramente desafocado con el objetivo (según yo lo veo) de destacar las manos de dedos largos, entrelazadas y lo mismo puede decirse del de Luis Nishizawa: apuesto modelo hierático.

El gesto expresivo, jovial o adusto es también motivo temático. Francisco Toledo, con el pelo ensortijado ostenta omega en los pliegues de la frente y una ceja levantada, la mirada penetrante. Sólo su rostro está allí, ningún otro aditamento, probablemente entre decenas de tomas que Rogelio Cuéllar le ha hecho en varias ocasiones esa fue la que más lo convenció, la que mejor le entregaba la idiosincrasia del artista en ese preciso momento.

Entre los retratos joviales, destaca el de Gabriel Macotela, empuñando una enorme brocha y los de Ilse Gradwhol y Miguel Castro Leñero. Las expresiones aquí son momentáneas, cosa que tal vez no sucedió con el de José Luis Cuevas vestido de claro, con los brazos en jarra sentado en un taburete alto. El lienzo vacío que tiene atrás, de dimensiones generosas, acentúa la luminosidad del conjunto, a su lado se advierte una semblanza, suya también fotográfica de época muy anterior. Se necesita ser buen conocedor del sujeto retratado y de su obra, además de sicólogo para elegir fotos como las que corresponden a Sebastián y Arnold Belkin: ambos acompañados de obras de su autoría; los dos tomados muy en serio. Sus expresiones son conscientes, no como la de Tamayo, que ve hacia la cámara ligeramente sonriente desdiciendo su condición de esfinge, que era la expresión con la que algunos de sus conocidos lo caracterizaron. El maestro se quitó los anteojos que lucen en primer plano.

Los anteojos, duplicados, aparecen colgados de la persona de Guillermo Zapfe, colocado como si se le hubiera confeccionado un nicho en su propio estudio denominado la baticueva. Es una imagen que provoca profunda nostalgia.

La toma de Germán Venegas, en pose melancolía de Durero, ostenta a sus espaldas uno de sus autorretratos, se diría que en modalidad de creador veneciano, empuñando el pincel.

Hay retratos sumamente cómicos y el humor en la fotografía es una tónica formidable. Hace sonreír el retrato, quizá tipo Snap Shot de Arturo Rivera transitando despreocupadamente por la calle, carga un maniquí femenino descabezado y desnudo, él está fumando y usa lentes oscuros, en un anuncio comercial fijado en la pared tras él, se lee la palabra místico, cosa que puede, o no, ser una casualidad. También es cómica la de Gustavo Monroy arrullando tiernamente entre sus brazos a una virgen o santa decapitada, mientras da la espalda a su cuadro del proyecto AKASO en el que se advierte el detalle de Masaccio de la expulsión del paraíso junto con la pintura de otra cabeza decapitada, la expresión del modelo es entre circunspecta y burlona.

Alguna toma, no afortunada, no es ya repetible, me refiero a la de Jesús Urbieta, que se mantuvo perennemente joven porque murió a los 38 años.

Rogelio Cuéllar me dedicó a mano su catálogo y escribo sobre el mismo porque es cierto que compartimos el interés y la atención hacia estos artistas cuyas efigies ha plasmado en un sinnúmero de ocasiones. La selección actual es suya.