Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Desde la ausencia

E

l lunes Judith ya no vendrá. Es la otra mayora. Las dos hemos trabajado en este restorán por más de 20 años y sin embargo en todo ese tiempo rara vez me habló de su vida. Al principio interpreté su parquedad como muestra de antipatía. Entendí su modo de ser la tarde en que vimos pasar una fila de muchachitas guiadas por una mujer adusta y Judith me dijo: Yo también crecí en una casa para niñas abandonadas. Allí lo mejor era estar calladitas. Según la forma en que pronunció esa palabra –calladitas– imaginé un ambiente desagradable y sombrío.

La actitud de Judith me ha obligado a ser también reservada con mis cosas y poco efusiva con ella; sin embargo, esta mañana, en vista de su próxima despedida, le confesé que iba a dolerme su ausencia. Me sonrió y siguió desempacando los vasos nuevos que nos llegaron envueltos en hojas de periódico. Le pregunté si no estaba contenta de pensar que a partir del lunes ya no tendría que levantarse a las cinco de la mañana para llegar aquí a tiempo.

En vez de su respuesta escuché el ruido de un vaso al estrellarse contra el suelo. Me volví hacia Judith y la vi cubrirse la cara con las manos. Temblaba. Sentí miedo de que se cayera y le pregunté si estaba enferma. Negó con la cabeza, tomó la hoja de periódico y leyó: A los 68 años de edad, en el seno de la Santa Madre Iglesia Católica, murió el señor Tulio Paredes Morales. Descanse en paz. Por la actitud de Judith comprendí que debía tratarse de alguien muy significativo para ella: ¿Lo conocía? De lejos, respondió. No necesité pedirle explicaciones. Voluntariamente rompió su habitual silencio.

II

“Crecí en un orfanato. La casa era de un solo piso, pero lo suficientemente grande para albergar a 15 niñas. Algunas de mis compañeras padecían deficiencias mentales. Teníamos un patio de cemento con macetas alrededor. A las cinco íbamos a jugar allí después de pasarnos la mañana y parte de la tarde haciendo los quehaceres, estudiando o aprendiendo costura en el taller.

“A la encargada del orfanato le decíamos mamá Lola. A las maestras de costura, tía Leonor y tía Herminia. Ellas eran las encargadas, por turno, de vigilar que nuestros juegos no fueran violentos y de que los suspendiéramos a las siete de la noche. A esa hora teníamos permiso de ver la televisión un rato. Después preparábamos la cena, levantábamos la cocina y nos íbamos a la cama. A partir de ese momento se nos prohibía hablar. De no haber sido porque se escuchaba el reloj en el pasillo habría creído que todas estábamos muertas.

“Los domingos eran especiales, porque salíamos a la misa de siete. Muchas veces sentí la tentación de aprovechar el momento y escaparme, pero ¿adónde? La falta de respuesta me mantuvo atada a esa rutina. Me parecía menos insoportable gracias a que yo era la encargada de salir temprano al patio para lavarlo y regar las macetas. El olor de la tierra mojada me hacía feliz.

“Una mañana en que estaba retirando las hojas muertas de un helecho cayó al patio una camisa. Comprendí que se había desprendido del tendedero en la casa de al lado. La levanté y le pedí permiso a mamá Lola para ir a devolverla. Me abrió la puerta un niño que parecía estar esperándome. Me sonrió y me dio las gracias como nunca antes nadie lo había hecho.

“A la mañana siguiente, mientras hacía mi trabajo en el patio, me sentí observada. Levanté los ojos y vi al niño en la azotea de su casa mirándome. Le pregunté qué quería y me dijo que saber mi nombre. En vez de dárselo regresé a la casa. El corazón me palpitaba como no sabía que pudiera hacerlo y sentí miedo. Después, todo el tiempo me lo pasé repitiéndome mi nombre: Judith. Te juro que me sonó como si en ese momento me hubieran bautizado.

“Al otro día en cuanto llegué al patio descubrí una bolita de papel. La desdoblé y leí: ‘Me llamo Tulio Paredes Morales’. Miré hacia la azotea, pero allí no había nadie. Guardé el mensaje entre mi ropa. A cada momento lo tocaba para asegurarme de que seguía allí el trozo de papel que era mi tesoro, lo único verdaderamente mío y por lo que no estaba obligada a darle cuentas a nadie. Con todo lo demás era distinto. Las tías nos obligaban a mostrarles la ropa y los zapatos para asegurarse de que aún servían y no era necesario renovarlos.

“A lo mejor no lo crees, pero el papel con el nombre de Tulio me hizo sentir que era una persona a quien le interesaba comunicarse conmigo, saber de mí. Cambió mi vida en aquella casa en donde jamás nos hablaron de nuestros padres. Aunque nos hubieran abandonado, estoy segura de que para mis compañeras y para mí habría sido un alivio saber de quién y en dónde habíamos nacido. Pero eso nunca nos lo mencionaron. Parecía que para nosotras no hubiera un antes ni un después. En cuanto a nuestro futuro, sólo se nos dijo que a los l8 años saldríamos de allí con los suficientes conocimientos para trabajar en un taller y ganar lo que nos permitiera sostenernos.

“Casi no dormía. Esperaba la hora de salir al patio con la esperanza de hallar otro mensaje. Varias veces a la semana me encontraba entre las macetas bolitas de papel con frases cortas o dibujos de animales que me provocaban risa. Una mañana, al sentir que Tulio estaba mirándome, le dije mi nombre sin que me lo pidiera. Desde entonces apareció escrito en los papeles que llovían desde la azotea vecina y yo miraba como ángeles enviados desde el cielo.

Una mañana, inesperadamente, dejaron de aparecer los mensajes y Tulio no volvió a mirarme desde la azotea. Muy poco después, por la tía Lola, supe que la familia de al lado había tenido urgencia de viajar a Monterrey y se ignoraba cuándo iban a regresar. La idea de que Tulio se hubiera ido sin siquiera arrojarme un último mensaje me lastimó mucho, pero aun así vivía con la esperanza de que desde la azotea vecina se proyectara una sombra en mi patio. Meses después se puso en venta la casa y no volví a tener noticias de Tulio. Me hubiera gustado verlo, aunque sólo fuera una vez, para decirle que sus mensajes embellecieron algunos meses de mi infancia y aún significan un tesoro para mí.

III

Judith y yo no hablamos más. Por la noche, después de que se fueron los últimos comensales, todos los empleados del restorán nos reunimos en la oficina para despedirnos de Judith. Recibió los abrazos y los augurios de buena suerte con su parquedad y de prisa, como si tuviera urgencia por alejarse de nosotros.

Caminé con ella hasta la estación del Metro. Sospeché que tal vez no volvería a verla y me atreví a preguntarle adónde iba tan tarde. Al velorio de Tulio. Leí la dirección de la funeraria en el periódico. Quiero acompañarlo como él lo hizo conmigo cuando me sentía muerta.