Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de octubre de 2012 Num: 921

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

La Revolución como novela
Guillermo Vega Zaragoza entrevista con Ignacio Solares

Felisberto y el cuerpo como novedad
Alicia Migdal

Luces y sombras de Felisberto Hernández
Carina Blixen

Las muñecas y Felisberto
Ana Luisa Valdés

XIV encuentro de poetas del Mundo Latino

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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
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Alonso Arreola
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Introducción a Jack White

El guitarrista en ciernes fue a visitar a un conocido pianista de jazz. Ambos se vieron forzados al encuentro por un conocido mutuo que lo sugirió. El primero en sus veintes y el segundo veterano se enfrascaron aquella tarde reciente en una plática que aspiraba a la transmisión de consejos y experiencia, pero que tristemente se volvió una especie de regaño presuntuoso de parte del jazzista, quien de pronto preguntó a su joven interlocutor:  “¿La música te llamó a ti o tú llamaste a la música? ¿La guitarra te llamó a ti o tú llamaste a la guitarra?”

Aparentemente poéticos, estos cuestionamientos iban –colegimos más tarde– en un sentido soberbio, como provenientes de un seudoprofeta. Claro, el joven guardó silencio. No contento con establecer su autoridad psicológica, el pianista puso una partitura sobre la mesa y preguntó al guitarrista su opinión, a lo que éste respondió:  “Tendría que escucharla, analizarla.” Pero el otro atajó: “En la música o sabes o no sabes.” Respuesta extraña, pues no se trataba de apretar un aguacate para ver su estado de madurez, sino de escuchar en la cabeza una obra que podía ser interpretada de innumerables maneras.

Horas después de esta desalentadora reunión, el joven fue a un concierto del jazzista. No se conmovió. No encontró en el aire algo que le diera congruencia al discurso previo. No escuchó la magia que prometían las partituras, las manos del supuesto sabio. Aun así, quedó afectado por la inseguridad que había germinado en su estómago. Fue por esos días que lo encontramos. Seguía dándole vueltas a esas preguntas, desmoralizado por no confirmarse apto para seguir tocando. Pensaba que el “llamado” de la música lo habían recibido amigos suyos a quienes resultaba sencillo acariciar cualquier instrumento o sacar una canción “de oído”, mientras él sufría para conseguir pequeñas metas. Hablamos largamente sin llegar a grandes conclusiones, estableciendo nuevas incógnitas que resquebrajaran las inflexibles palabras del pianista.

¿De verdad la música selecciona a los músicos y hace llamados específicos? ¿La inspiración se le aparece más a quienes tienen facilidad técnica o auditiva que a quienes modelan lentamente su sensibilidad? ¿La relación con las composiciones es de por vida? ¿Cuándo la música deja de serlo? ¿Es más artista quien ha grabado discos que quien no pudo dejar huellas materiales? ¿Es deshonesto quien se acerca a una guitarra cual náufrago a la madera flotante? Por lo pronto, nos gusta la teoría de un baterista famoso: eso que llamamos música es un gran océano al que llegan permanentemente nuevos riachuelos; un cuerpo de agua cuyas playas reciben a cualquiera que desee mojar los pies o internarse mar adentro, sin importar su grado de compromiso. Es y está por y a pesar de nosotros.

De pensar distinto nos estaríamos acercando al fundamentalismo que presenciaron hace años algunos amigos isleños –hoy compositores respetados– quienes, frente a las autoridades culturales influenciadas por el viejo régimen de Oriente, recibieron la siguiente respuesta ante su petición de estudiar música:  “Sus manos no son aptas para tocar instrumentos sino para las labores del campo”, a donde fueron remitidos. Ellos intuían la música en su pecho, pero alguien parecido al pianista les dijo que la música no los había elegido.

Así las cosas, pese a la cantidad de basura sonorosa y a la falta de cariño que tantos intérpretes practican, aguantaremos –y sonreiremos finalmente–, sabiendo que todos tienen el derecho de seguir ese impulso musical que nace en algún sitio formidable del cuerpo, aunque sea por un período corto de tiempo, aunque luego venga la renuncia, aunque nunca se profundice del todo, aunque suceda por razones que nada tienen que ver con el amor o la belleza. Millones escriben, bailan y dibujan sin sentirse profesionales; pues también la música es un país al que pueden llegar los turistas sopesando la posibilidad de quedarse a vivir, y eso está bien. Que luego vengan las críticas. Pero luego. No antes de nacer.

Es verdad, hoy tenemos una oferta musical aturdidora y las reacciones de desprecio de algunos son desmedidas, pues el criterio de las masas cambia y arrastra. Empero, la música no necesita que nadie la cuide de sus visitantes. Para ella, estamos seguros, más vale un guitarrista dudoso que mil pianistas de virtudes pétreas. Ejemplo:  el último disco de Jack White, Blunderbuss. A eso llega quien busca, quien se sabe en un espacio mínimo de la gran historia, quien ama la persecución y desconfía de las certezas. No lo calificaremos. Sólo diremos que… es.