Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de octubre de 2012 Num: 921

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

La Revolución como novela
Guillermo Vega Zaragoza entrevista con Ignacio Solares

Felisberto y el cuerpo como novedad
Alicia Migdal

Luces y sombras de Felisberto Hernández
Carina Blixen

Las muñecas y Felisberto
Ana Luisa Valdés

XIV encuentro de poetas del Mundo Latino

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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


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Jorge Moch
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Twitter: @JorgeMoch

El mojigato subtítulo

En 1982 yo tenía dieciséis años y vivía en una Guadalajara que todavía tenía a la avenida Vallarta por alameda arbolada antes de degradarla, previa tala brutal, a eje vial en permanente embotellamiento. No había retenes ni soldados en las calles, ni un adefesio amarillo en la glorieta de Mariano Otero. Una tarde de ese 1982 me fui solo al cine. En Plaza Vallarta estaba el Cinema Vallarta –los constructores de la plaza y los dueños del cine no debieron brillar por sus luces creativas en lo que a nombres se refiere–, hoy también desaparecido como la mayoría de los cines en México ante el devorador monopolio infeccioso de salitas multiplex. El Cinema Vallarta era una inmensa galería de gruesos paredones de concreto texturizado y pintado de marrón, tan del gusto setento-ochentero de la élite pseudoarquitectónica tapatía de entonces; una cueva perfecta para los fajecines de rincón o para, como era mi caso, ver una película de cuestionable pundonor. Que para más inri, era una película animada, Heavy Metal, producción canadiense de breves relatos de fantasía y ciencia ficción erótico malévola creados a partir de las historietas que publicaba la revista homónima con gran éxito y de la que yo era un apasionado y furtivo coleccionista (en mi casa Heavy Metal era considerada pornografía vil). Cuál sería mi sorpresa cuando al entrar al cine, un poco avergonzado, me topé con una sala atestada de niños gritones y señoras empiringotadas. Cientos de mocosos haciendo un ruidero infernal en lo que el cácaro atinaba a apagar luces y empezar la proyección. Cuando por fin comenzó la película y un absurdo Corvette entró en la atmósfera terrestre se hizo un silencio sepulcral muy de agradecer. Y a las primeras escenas de desnudos y escarceos sexuales, los dibujitos animados a ojos de todas aquellas señoras despistadas se convirtieron en porquería, insulto, insidia y pecado, y aquello fue un delicioso éxodo de señoras taconeando pasillo afuera, llevando a jalones a sus vástagos, algunas tapándoles los ojos. Yo me divertí doble, entre los personajes de la película y los que vi salir echando pestes del cine, gritando su indignación, sin faltar la que salió rezando. Mis carcajadas abonaron el flamígero enojo de algunas.

¿Qué había pasado? Ah, la deliciosa mojigatería del mexicano, nuestra adicción al eufemismo, que cobran su mejor ejemplo en el quehacer censor de quienes traducían –y traducen, que es deporte todavía vigente– los títulos de producciones cinematográficas extranjeras con los más rutilantes ejemplos de ñoñería y estupidez: en México a Heavy Metal, que por ser dibujitos seguramente le pareció a algún mediocre burócrata que no era necesario repasarla, se tituló con el engañoso Universo de fantasía. Como no se revisó se clasificó  “a ” y allá fueron a dar las tapatías que luego salieron del cine encabronadísimas una a una con su chiquillerío y su estupor hasta dejar a este aporreateclas y algunos pocos correligionarios metaleros felizmente solos y con inmejorable sabor de trompa.

Pero es la televisión donde las morigeradas gazmoñerías de los responsables de subtítulos y doblajes, siempre buscando una patética corrección política tamizada, ya sabemos, hasta por el clero, alcanza despropósitos cimeros. Del doblaje de plano ni hablar, porque suele perder en la traducción y el modismo casi toda la intención de los guionistas originales (un buen ejemplo son Los Simpson, baste ver los diálogos originales en inglés, los juegos de palabras, las referencias a la cultura pop irremediablemente extraviadas), pero cualquier serie gringa, por ejemplo, de humor subido de tono es convertida en otra cosa. Un ejemplo: una escena de The Big Bang Theory en que un trasnochado Leonard llega por la mañana a su departamento y Penny, sabedora de que pasó la noche revolcándose con una benefactora de la universidad para la que trabaja, le dice con sorna al toparlo en la escalera: "Good morning, slut!", es decir, “Buenos días, zorra”, o “buscona”, o “lagartona”… pero lo que vemos en el subtítulo es… “vagabundo”. Vaya tontería. Cuánta pudibundez. Así, son of a bitch se traduce por  “desgraciado”,  asshole por “estúpido” y bastard por “infeliz”.  En los subtítulos no existen “hijo de perra”,  “cabrón” o la peyorativa acepción de “bastardo”.

Pero qué tal que en la tele abierta sigue al aire basura como los programas de Laura Bozzo o Rocío Sánchez Azuara, qué tal las mentiras y omisiones de Loret de Mola, de Micha, de Zarza o Alatorre.

Ah, pero eso sí. Sin una sola “grosería”.