Opinión
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El Schmürz o Los constructores de imperios
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ornamusa Producciones, fundada en 2006 por el director Mario Espinosa, la escenógrafa Gloria Carrasco y el iluminador Ángel Ancona, en colaboración con el Sistema de Teatros del Distrito Federal, estrenaron El Schmürz o Los constructores de imperios de Boris Vian, importante y prolífico autor francés que es, a pesar de ello, poco conocido en la actualidad en México. Vian fue adherente de la corriente cercana al surrealismo llamada patafísica –que supuestamente contiene las leyes que regulan las excepciones– en honor de Alfred Jarry y de la que recibió varios honores y rimbombantes títulos, aunque en El Schmürz se manifieste más lo referente al teatro del absurdo, pero un absurdo que no carece de cierta lógica interna que da a personajes y situaciones bastantes parangones con el mundo real. El director apunta en el programa de mano algunas consideraciones muy válidas, a las que sería casi impertinencia añadir otras cuestiones, pero sí cabe decir que las gracejadas disfrazan una violencia dirigida, sobre todo, hacia el ser más débil que, paradójicamente, es el que sobrevivirá como especie; hay que recordar que el autor francés se manifestó en contra de lo que su país hacía en el Vietnam que ocupaba en esa época.

La familia tradicional de padre, madre e hija, a la que se añade una empleada doméstica, es distorsionada tanto por la presencia de ese extraño Schmürz, como por el sonido que los trastorna y los obliga a subir cada vez un piso del edificio. La joven Zenobie es la que guarda recuerdos infantiles de cuando vivían de manera estable y tenía una linda recámara con vistas a los árboles, además de que parece ser la única que ve –y lo hace compasivamente– al golpeado Schmürz. Se trata del personaje positivo de la obra a pesar de las bruscas respuestas que da a sus padres, entendibles en una adolescente frente a la desagradable pareja que forman sus progenitores –discursivos en fracasados intentos de decir algo profundo y repetitivos en las rememoranzas de su idilio– antes de su cruel desaparición, luego de la cual el padre exclama como un burgués bonachón: Los niños siempre tienen que dejar a sus padres. Es la vida. Los personajes irán desapareciendo conforme se sube de piso.

En un edificio diseñado por Gloria Carrasco, e iluminado por Ángel Ancona la escalera que se inclina hacia atrás y hacia adelante priva en el espacio al que arribarán los personajes con algunos bártulos tras de que el padre rompe un tramo de tabiques desde afuera, amén de que Schmürz ya se halla sujeto por un arnés –del que se librará poco después– a una pared. A partir de entonces se va desarrollando la extraña trama de presencias y olvidos, con ese vecino que puede ser o no antiguo conocido, como sostiene Zenobie. Empieza también a escucharse el sonido y prosigue la ascensión. En un momento dado, para que se distraiga al público de que se retira la escalera y aparezca la cama de otro piso, el vecino canta, mimando sobre pista grabada, una canción del acervo de Boris Vian, lo que enriquece el montaje cuidado como todos los suyos por Mario Espinosa.

El director marca a cada actriz o actor con un modo especial. El que más matices tiene es José Carlos Rodríguez, como el Padre, que pasa de modos coléricos para reprender a su hija a amorosas aproximaciones hacia su esposa, para terminar con su discurso pseudo patriota sin recuerdos de su familia ni de todo lo acontecido. La Madre, incorporada como esposa complaciente y cariñosa con los suyos por Carmen Madrid, cae en arrumacos sensuales ante los avances del padre. Sofía Espinosa (que alterna con Patricia Yáñez) es una adolescente sensible como Zenobie, con transiciones muy logradas de la piedad que le produce El Schmürz a la ternura de sus recuerdos, y al fastidio hacia sus padres. La Cruche de Alaciel Molas no sólo refunfuña y enlista lo malo que encuentra, como en el original, sino que lo hace con un habla rápida y sin parar muy graciosa. El vecino, en la persona de Javier Rojas Trejo es un relamido y amable figurín y José Antonio Becerril es un Schmürz al que el director quita los harapos y lo hace cambiarse en escena por casco y pechera, arrastrándose por todo el escenario. El vestuario es de Adriana Olivera y la selección musical de Sebastián Espinosa.