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Pueblos indígenas: ¿sin pena ni gloria?
E

l pasado 26 de octubre Enrique Peña Nieto asistió a un acto promovido en el estado de México por su sucesor al estilo que a él le gusta: protegido frente a probables cuestionamientos. Llamó la atención que no se difundió la palabra de los indígenas mazahuas en San Felipe del Progreso, fuera de colocarle el consabido collar de flores y otorgar el bastón de mando. Pudo así expresar su magra oferta para los pueblos indígenas, que no se compadece de los derechos reconocidos, mucho menos de los conceptos que los expresan. Lejos de la autonomía y libre determinación y muy cerca del pretendido paternalismo cargado de discriminación, indicó a sus invitados mazahuas que “lo más importante es aseguramos que esas comunidades que reciben beneficios de los gobiernos, de la sociedad civil organizada (puedan) salir del retraso (sic) en que se encuentren y además reciban las herramientas necesarias para incorporarse a la vida activa y productiva –coincidiendo con el lema del acto, denominado Juntos hacia adelante: por un México incluyente con los pueblos indígenas–; por eso vamos a promover que dentro de las defensorías de oficio se tengan defensores y abogados que sean bilingües, que hablen los dialectos (sic) de nuestras (sic) comunidades indígenas”.

Cuánta pobreza política al repetir los lugares comunes con que viene refiriéndose a los pueblos indígenas. ¿Serán prioridad? ¿Qué quiere decir cuando habla de que va a lograr que la lengua y la cultura indígenas no sean limitantes de los derechos? ¿Con esos parámetros evaluará la política pública? Es evidente que no se referirá a la política de despojo de los territorios de los pueblos indígenas, de la reiterada violación al derecho de consulta y al consentimiento previo libre e informado al otorgar concesiones mineras o proyectar represas o parques eólicos, mucho menos a la criminalización de líderes indígenas que se movilizan contra esos proyectos. En abierto contraste, encontramos que en la mayor parte del país los pueblos indígenas se organizan para defender sus territorios, promueven gobiernos propios, pelean en los ámbitos jurídicos. En algunos casos, acuden a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ante el difícil acceso a la justicia en el orden interno, lejos, muy lejos de la situación de retraso que les atribuyen.

Sólo en las próximas semanas celebrarán una serie de preaudiencias dentro del Tribunal Permanente de los Pueblos que está en curso, en Tecámac contra las presas; en Cherán contra las afectaciones ambientales; en Tepoztlán sobre el impacto campo-ciudad, por citar unos ejemplos. Por su parte, las juntas de buen gobierno zapatistas, en Chiapas, han desplegado una amplia campaña internacional de solidaridad frente a las más recientes agresiones y desplazamientos forzosos, mientras la policía comunitaria en Guerrero prepara la conmemoración de su decimoséptimo aniversario.

En los acuerdos de San Andrés se anotó que el cumplimiento de los derechos indígenas se haría en el marco de una reforma del Estado. Había conciencia de que el proyecto neoliberal conspira directamente contra los pueblos. Bien sabemos que el desafío planteado no se enfrentó; se prefirió, como dijeron los zapatistas, patear el tablero antes que seguir el ya olvidado diálogo. El proceso de juridicidad de los pueblos indígenas se ha topado con la razón de Estado de evitar su profunda transformación para asumir plenamente al componente pluricultural históricamente negado. En esta aparente imposibilidad hay un elemento cierto, como la profundización de las políticas neoliberales que han hecho del antiguo Estado nación mera ficción.

Por ello los pueblos indígenas pelean de cara al Estado, pero con la mira puesta en las trasnacionales que no han requerido de proceso constituyente alguno. En ese contexto observamos el reforzamiento de la privatización mediante la emisión de sucesivas leyes centradas en la biodiversidad, lo cual perfila paulatinamente la desaparición del espacio propio del derecho público al colocar al Estado como simple promotor y certificador de las operaciones privadas de los inversionistas. Ello no implica la desaparición del Estado, sino el abandono de sus responsabilidades de intervención para garantizar los derechos económicos, políticos, sociales y culturales particularmente de las grandes mayorías que han sido marginadas y excluidas. En ello participan junto al Estado mexicano tanto los organismos públicos multilaterales como los financieros (Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo). Obviamente el reduccionismo de Peña Nieto le hace suponer que la política para pueblos indígenas ni remotamente se vincula con la política económica. Los ajustes a los programas de apoyos y becas no trascienden la oferta de beneficiarios antes que sujetos autónomos con recursos para delinear sus proyectos.

¿Mejor continuar el gatopardismo?