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Obituario: el G-20
E

l camino hacia la irrelevancia, que el Grupo de los 20 (G-20) emprendió en Toronto a mediados de 2010, parece haber culminado, al menos por el momento, en la ciudad de México. Se había aproximado a ella en junio en Los Cabos, cumbre prematura cuyo epitafio fue escrito por Larry Summers: no tuvo oportunidad de hacer algo relevante, y menos aún de hacerlo a tiempo. Ahora, la reunión de ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales, realizada el 4 y 5 de noviembre, fue notable sobre todo por algunas ausencias conspicuas y por la desmesura de su documento final. Ésta se advierte, más que en la extensión excesiva, en lo hiperbólico del lenguaje y en la total ausencia del enfoque autocrítico que sería de esperarse dada la situación. Mientras los ministros y gobernadores que vinieron se congratulaban con efusión, en Atenas –para citar sólo una muestra de la realidad– se esperaba otra severa vuelta de tuerca a las medidas de austeridad, política y económicamente tóxicas, en medio de un rechazo firme y generalizado. Al leer los discursos y escuchar algunas declaraciones se tiene la penosa impresión de que el G-20 se mueve en una realidad alternativa, gobernada por las promesas grandilocuentes que se formulan una vez más; que procura restaurar el reino del hada de la confianza, como diría Krugman. Con todo, de cara al futuro, este obituario puede ser un tanto prematuro.

Aunque fenece ahora la desdichada presidencia mexicana del G-20, el año próximo corresponderá a Rusia tratar de recuperar alguna relevancia para este mecanismo informal de coordinación multilateral, cuya necesidad es evidente ante las secuelas de la crisis que no dejan de manifestarse. Con la zona del euro sumida en una segunda recesión, con el riesgo de que Estados Unidos se despeñe desde el acantilado fiscal –que el resultado electoral del martes no disipa de manera automática–, con el repliegue de las grandes economías emergentes dinámicas, entre otros factores, es urgente que el G-20 recupere el espíritu de Pittsburg e induzca, de manera efectiva, la reactivación y el empleo. Sin embargo, no son favorables los auspicios para que se produzca la resurrección.

Las muy escasas notas que la prensa internacional dedicó a la reunión del G-20 destacaron sobre todo las ausencias. Se anunció que no se tomaron la molestia de viajar a México el secretario del Tesoro estadunidense, Timothy Geithner, ni el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi. La crisis en la eurozona y el impasse legislativo estadunidense en materia presupuestal, los temas centrales de preocupación, fueron discutidos in absentia de los responsables directos. En homenaje a la transparencia, la presidencia mexicana del G-20 no dio a conocer la nómina de las delegaciones asistentes, temerosa quizá de que alguien advirtiera esas y quizá otras ausencias. En cambio, vinieron muchos funcionarios de órganos multilaterales, la elite de la burocracia multinacional. Aparecieron en casi todas las fotografías y no cesaron de formular declaraciones de todo género. Destacó la ubicua presencia del secretario general de la OCDE, quien parecía sentirse en casa. En la foto de familia aparecen 54 personas –dos de ellas mujeres, por si alguien se pregunta sobre el equilibrio de género en el círculo oficial de las altas finanzas internacionales– y la página web de la Presidencia mexicana no se preocupa por identificarlas, como reflejo del temor ya señalado: que se sepa quién faltó.

Una vez más, el G-20 repite promesas que suenan un poco desgastadas. Ahora, en el comunicado de noviembre, afirman: Haremos todo lo necesario para fortalecer una situación en general saludable y el crecimiento de la economía global. En Los Cabos, en junio, habían señalado: Estamos comprometidos a adoptar todas las medidas de política que se requieran para fortalecer la demanda [y] apoyar el crecimiento global. Entre una y otra fechas, como el propio G-20 admite, se deterioró el entorno global para el crecimiento y el empleo y aumentaron los riesgos recesivos y contraccionistas. La realidad no parece escuchar las promesas que se formulan. Una muestra notable de la autocomplacencia de ministros y gobernadores se encuentra en el párrafo tres del comunicado final de la reunión de México. Afirman: Hemos hecho progresos significativos en la implementación de los compromisos señalados en el Plan de Acción de Los Cabos para el Crecimiento y el Empleo. A renglón seguido enumeran, entre otros, los siguientes: el lanzamiento del Mecanismo Europeo de Estabilización; la decisión del BCE sobre Transacciones Monetarias Directas y el establecimiento en Europa de un mecanismo único de supervisión de los bancos. Estos tres ejemplos corresponden a decisiones de autoridades y órganos europeos, ajenos al G-20, y los dos últimos ni siquiera son mencionados en el documento de Los Cabos. En realidad, el acuerdo sobre el supervisor bancario único aún está pendiente de formalizarse y faltan años para que entre en funcionamiento. Aunque el banco ya está dispuesto a realizar las transacciones mencionadas, hasta ahora nadie ha solicitado entrar en alguna, ante la excesiva condicionalidad recesiva que las acompaña. Falta acordar también detalles operativos cruciales del MEE, por lo que todavía no es un instrumento funcional. Son de este tipo los progresos de los que se presume.

La restauración de la confianza sigue considerándose un elemento crucial. El comunicado enumera cuatro prioridades: a) reconstruir la confianza y abatir los riesgos y la volatilidad en los mercados financieros internacionales; b) contribuir a una más acelerada recuperación de la economía y de la creación de empleos; c) promover los fundamentos de una expansión fuerte, sostenible y equilibrada, y d) [mantener] abiertos comercio e inversión, mercados en expansión y resistir el proteccionismo en todas sus formas. En esta enumeración parece ignorarse que la confianza no volverá mientras no se abata el desempleo y se frene la desigualdad; la contribución de que se habla depende de la adopción de políticas efectivas de estímulo de la actividad y el empleo y el abandono de la obsesión con los equilibrios financieros de corto plazo, entre otros.