Opinión
Ver día anteriorJueves 8 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El arte de convertir lo útil en obsoleto
C

uando era niñita, mi hija menor me decía: ¿Y cuando tú naciste ya había coches? Indignada, respondía: ¿pues qué creías?, lo que no había era televisión. Y viene a cuento porque, como he venido escribiendo en esta columna, hace unos meses visité China y visitarla es comprobar que lo que mi hija me decía es absolutamente aterrador: en menos de 50 años las cosas han cambiado de tal manera que hemos pasado sin respiración de una edad a otra; ya no transitamos del neolítico al paleolítico en cuestión de siglos; las cosas se alteran en cuestión de meses o hasta semanas, se pasa del teléfono fijo al celular, del radio a la tele, de la luz eléctrica a los leds, de los libros a los kindle, de la computadora al iPad, del iPad al iPhone, del iPhone al computador sin teclado que sólo responde a la voz; sí, pronto ya no habrá quien escriba, así como ya no hay ahora casi nadie que se tome el trabajo de sumar, restar, dividir o multiplicar, porque a la mano se dispone de una calculadora, y hace apenas unos años, por ejemplo en Rusia, se usaba un ábaco para realizar las operaciones aritméticas más simples. Las bibliotecas empiezan a desaparecer, son una reliquia del pasado, objetos de museo; desde la primaria a la universidad, el arte de la copia o el del plagio están a la orden del día: cualquiera, y los estudiantes en particular, pueden consultar el Google o la Wikipedia para realizar sus trabajos de clase, sí, reitero, ha bastado un breve periodo de tiempo para alterar de manera irreversible nuestra percepción del mundo.

¿Quién escribe ahora con pluma y tintero como yo lo hacía en la primaria? ¿Quién usa hoy una pluma fuente, aunque se trate de una Mont Blanc? ¿O una máquina de escribir Olympia, Olivetti o Remington? ¿Quién emplea en este momento alguno de esos diversos aparatos convertidos ya en ready mades que servían para reproducir documentos? El libro impreso está en proceso de desaparición, las redes sociales vuelven obsoletos a los periódicos, ya no se venden casi tocadiscos para los discos compactos, basta con los iPods que, confieso, no sé usar; los teléfonos celulares son androides, especies de Frankenstein en miniatura, aunque yo siga usando un celular antediluviano que he comprado hace cerca de tres años y así pa’l real. ¡Cuán lejos estamos de esos fotógrafos que debían cargar aparatos voluminosos y acudir a los más engorrosos procedimientos químicos para tomar fotos y revelarlas! Basta con un iPhone donde, como por milagro se puede no sólo tomar todo tipo de fotos con cámaras instaladas en el arcano fondo del aparato mismo, sino, utilizando los más diversos procedimientos para reproducir y alterar las imágenes, hacerlas circular.

La demostración más palpable de este fenómeno es, vuelvo a repetir, la República Popular de China, donde diariamente las cosas cambian, como solía pasar en Berlín después de la caída del Muro: de la noche a la mañana se construyen aeropuertos, carreteras, rascacielos, trenes, edificios, parques, plazas comerciales, etcétera. Ritmo vertiginoso que hace vacilar la tierra bajo nuestros pies.

Como muestra baste Shanghai: la topografía de la ciudad es alucinante y si se sube a uno de los edificios más altos, por ejemplo el maravilloso Hotel Puli, elegante y de magnífico gusto, o a otro conocido como El destapador (porque esa forma tiene), el panorama de los rascacielos de esa ciudad es más impactante que el de Nueva York.

Me interesa destacar un libro mixto, recientemente publicado, contiene poemas y ensayos de Qiu Xialong, nacido en Shan-ghai y residente de Nueva York, además, autor de novelas policiacas, y fotos de Howard French, antiguo corresponsal del New York Times; libro cuyo título mismo, Haciendo desaparecer Shanghai,... una forma íntima de vida, revela otro rostro de la ciudad ...la vida de la gente ordinaria hacinada en pequeñas viviendas con paredes mohosas y cortinas desteñidas, en calles de banquetas rotas y fachadas decadentes.

@margo_glantz