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Ver día anteriorDomingo 11 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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FIC Morelia 2012: las nuevas ficciones
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diez años de su creación, el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) se ha convertido en la plataforma más cálida y generosa de promoción del cine mexicano en el país. No sólo por la eficacia de su organización y calidad de sus propuestas, sino por la manera en que ha brindado apoyo incondicional a la producción independiente y a formatos a menudo desdeñados por los distribuidores. La lista de novedades en el FICM 2012 es muy larga, e insistir en ella sería alejarse de un fenómeno que es indispensable señalar: el lento pero firme surgimiento de una generación de jóvenes que desmienten la idea muy difundida de que el cine nacional de ficción vive una crisis irreparable.

Efectivamente, la originalidad y el vigor de obras documentales recientes han puesto de manifiesto las rutinas narrativas de muchas obras de ficción mexicanas, sin mencionar aquellas superproducciones históricas hechas por encargo que no pasan de ser acartonadas estampitas escolares, de insípida y correcta realización, sin asomo de una trascendencia posible. En este espacio se ha elogiado repetidamente al cine documental como la mejor carta del quehacer mexicano, y cineastas como Everardo González (Cuates de Australia), Diego Enrique Osorno (El alcalde), Alejandro Solar Luna (El paciente interno), Luciana Kaplan (La revolución de los alcatraces), Luisa Riley (Flor en otomí) o Pedro González Rubio (Inori) refuerzan en Morelia esta disposición favorable. Sin embargo, el festival dio cabida este año a obras nacionales de ficción particularmente novedosas, casi todas con posibilidades muy reducidas de distribución comercial, y realizadas todas por talentos muy jóvenes.

Entre los nueve títulos de ficción en competencia destacan la opera prima de Natalia Beristain Egurrola, No quiero dormir sola, emotivo retrato de una actriz octogenaria (formidable Adriana Roel), consumida por el alcoholismo, cuyo carácter a la vez dulce e intratable pone a prueba la paciente resistencia afectiva de su nieta (Mariana Gajá), quien debe lidiar con sus extravagancias y caprichos. Sin tremendismos ni manipulación sentimental, la cinta muestra con delicadeza las inclemencias de la vejez y las adicciones, el encuentro también de dos soledades y de un mutuo impulso solidario.

En una óptica muy distinta, la cinta Halley, de Sebastián Hoffman, es el recuento de la fantástica e irrefrenable descomposición física de un hombre (Alberto Trujillo) afectado por una misteriosa enfermedad que le corroe la piel, a la manera de una lepra o una afección degenerativa. Superado el impacto de sus imágenes, lo que queda es un relato de vulnerabilidad moral y ternura, metáfora extrema de la marginalidad, con mutaciones orgánicas al estilo del primer Cronenberg y un sobrecogedor clima de horror digno de George Romero. Por su parte, Fogo, el nuevo trabajo de Yulene Olaizola, muestra el proceso de degradación de una isla al norte de Canadá paulatinamente abandonada por habitantes que padecen el desempleo y la precariedad de su entorno. La fotografía de Diego García captura con acierto los rigores invernales y las exiguas faenas laborales. Los personajes, lugareños capturados en su rutina diaria, muestran su amor por el terruño y también por sus mascotas, los lazos afectivos de una colectividad que se disgrega, y el imperativo de una supervivencia moral a través del ejercicio de la memoria. La cámara sensible de Diego García también explora los territorios contrastantes del desierto de Wirikuta en Táu, cinta de Daniel Castro Zimbrón que con resultados muy desiguales aborda las alucinaciones de Gustavo (Brontis Jodorowski) y su exorcismo de fantasmas sentimentales a pintorescos golpes de ritual huichol y consumo de peyote. Las cintas Odio el amor, de Humberto Hinojosa, y Las lágrimas, de Pablo Delgado Sánchez, son respectivamente notables observaciones sobre la educación moral de una adolescencia enfrentada a las primeras decepciones amorosas, y la frágil comunicación sentimental de un joven con su hermano menor durante una breve salida al campo. Se trata de dos cintas formalmente muy cuidadas que exhiben de modo un tanto temerario la inacostumbrada madurez de sus propuestas narrativas. La gran sorpresa en el festival fue sin embargo Rezeta, de Luis Fernando Díaz de la Parra, picaresca muy desenfadada, con actores no profesionales, increíblemente talentosos, acerca del fugaz y muy accidentado romance de un roquero mexicano y una modelo nacida en Kosovo. Diálogos ocurrentes de humorismo muy fino, situaciones hilarantes que parten en espiral hacia destinos inciertos, confusiones lingüísticas y complicaciones sentimentales, entusiasmos amorosos que devienen crudas morales sólo para reponerse en incursiones afectivas todavía más audaces. Un tono de comedia novedoso y diferente, acaso la pujante expresión de una joven generación dispuesta a restituirle al cine mexicano algo de una frescura casi olvidada.