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Polifonía para un maestro
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Bolívar Echeverría durante la presentación del libro de su autoría La mirada del ángel, en la casa refugio Citlaltépetl, en septiembre de 2005Foto María Luisa Severiano
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n libro vasto, un libro difícil, un libro sencillo es éste, Bolívar Echeverría-Crítica e interpretación, que la navegante Editorial Itaca ha publicado con una espléndida portada. Es una compilación de escritos realizada por Diana Fuentes, Isaac García Venegas y Carlos Oliva Mendoza, sobre quien fue maestro de cuantos participan en este volumen y de incontables estudiosos más.

Es vasto, porque así era el saber del maestro. Es sencillo, porque así era Bolívar y su andar en el mundo. Es difícil, porque son muchas las voces y diversas las ideas y las obsesiones de quienes nos hablan de sus diálogos con Bolívar Echeverría y de cuánto recibieron y cuánto intercambiaron con él a manera de dones, pues esa y no un comercio es la relación intelectual y afectiva que en estos casos se establece.

Ahora hablan en este libro y cada uno entabla su diálogo con las ideas y el recuerdo de Bolívar, como una música en la cual intervienen muchas voces que entonan cantos distintos pero armónicos, una polifonía, según nos la explica María Montaner, un conjunto de cantos simultáneos donde cada uno expresa su idea musical y al hacerlo forma con los demás un todo armónico.

Sería tarea vana entrar a discernir ahora lo que nos dice cada una de esas voces. Cada oído, cada lector escucha aquellas tonalidades más afines a sus conocimientos y a sus sentimientos, y las combina a su manera con las restantes. Sólo digo que en esa combinación ninguno encontrará disonancias extremas ni repeticiones tediosas. La polifonía en este caso es un logro de los compiladores y una virtud de los participantes. Si arte tan complejo les fue posible, también fue porque la obra y las ideas de Bolívar, el ausente, estuvieron presentes en el coloquio donde, hace ahora dos años, se gestó este volumen.

Citaré a varios ensayistas; no diré el nombre de ninguno.

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Algunas voces nos hablan de Marx, de El capital y de la relación fundante de dominación: la relación establecida entre el proceso de trabajo y el proceso de valorización. El valor de uso, la forma natural de la riqueza, está siendo continuamente golpeada, sometida, por la forma valor, y sobre esta contradicción explica Bolívar el contenido devastador de esa relación sobre el trabajo humano y la naturaleza, las dos fuentes auténticas de toda riqueza.

Es una de las vetas que el maestro indicó a sus discípulos porque, como en el trabajo del minero, Bolívar enseñaba a seguir la veta en la mina inagotable de los escritos de Karl Marx. Se trata de aprender el oficio de leer a Marx: después, cada uno toma su camino o, si se quiere, sigue explorando su propia veta y aquellas adonde ésta lo lleve. Pues, dice otro ensayo, Bolívar Echeverría mantuvo siempre una fidelidad heterodoxa frente al marxismo y sus posibilidades en la época contemporánea.

Varias voces nos hablan en este volumen de la pasión de Bolívar por el barroco mexicano. Esa pasión nos enseña a escuchar, más allá de nuestra mirada deslumbrada por formas y colores, el sonido polícromo y algo severo del Camarín de la Virgen en la basílica de Ocotlán o a descifrar los arabescos de oro y color del Bautisterio de San Bernardino Contla, en Tlaxcala. Otras voces nos explican según Bolívar las razones y los desbordes del ethos barroco en este tiempo que llamamos modernidad, ese que entonces tuvo sus momentos inaugurales.

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En sus obras y en sus cursos, Bolívar Echeverría, casi barroco él mismo, se deleitaba en esas reflexiones; y ahora sus discípulos lo siguen en sus escritos. Uno de estos llega hasta el tenebroso barroco del Caravaggio, cuya encarnación mexicana se llamó Francisco Corzas; y el esplendor del barroco de Roma, desbordante en las fachadas y en la fuente inigualable de Piazza Navona: la escritura juega entre el barroco colonial y el italiano. Otro quiere ir más lejos y nos define al barroco como una primera cultura de la globalización.

Un tercero busca en la obra de Bolívar una clave propia de interpretación de este arte que rezuma una forma de la vida social. Escribe: “El rasgo que define a toda obra de arte considerada barroca es, en palabras de Theodor Adorno, una decorazione assoluta, es decir, un tipo de decoración que desarrolla su propia ley formal y, como si se tratara de un acto mágico, se emancipa de la obra; ella misma termina siendo la obra”. De allí partió Bolívar, agrega, para su comprensión del tipo de sujeto histórico cuyo esquema de comportamiento social se desplegó durante la primera modernidad de América Latina.

Otro más, discípulo y maestro a un tiempo, recuerda cómo Bolívar hace aparecer en la obra de arte moderna simulacros del mundo capaces de provocar un desquiciamiento gozoso de la presencia aparentemente natural del mismo. No es el único que evoca su idea del goce como núcleo activo a preservar y a liberar en la vida humana.

Bolívar se reía, recuerda otro, y no paraba de reír hasta cuando estaba serio y, detrás de sus anteojos, su mirada riente lo vendía. En sus cursos el profesor era increíblemente tímido y, al mismo tiempo, trasmitía una suerte de pasión contenida. A leguas se sentía que lo que enseñaba lo apasionaba. Por fortuna, su timidez terminaba por ser vencida por su pasión.

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Dos voces más quiero nombrar en este coro polifónico. Una es severa. Nos habla de la idea de revolución de Bolívar Echeverría en esta modernidad capitalista y nos trae su lectura en una conferencia en Berlín hace ahora diez años. La cita es larga, densa y clara:

“Tal vez lo que es revolución habrá que pensarlo ya no en clave romántica sino, por ejemplo, en clave barroca. No como la toma apoteótica del Palacio de Invierno, sino como la invasión rizomática, de violencia no militar, oculta y lenta pero omnipresente e imparable, de aquellos otros lugares, lejanos a veces del pretencioso espacio de la política, en donde lo político –lo re-fundador de las formas de la socialidad– se prolonga también y está presente dentro de la vida cotidiana. El ethos barroco, tan frecuentado en las sociedades latinoamericanas a lo largo de su historia, se caracteriza por su fidelidad a la dimensión cualitativa de la vida y su mundo, por su negativa a aceptar el sacrificio de ella en bien de la valorización del valor. Y en nuestros días, cuando la planetarización concreta de la vida es refuncionalizada y deformada por el capital bajo la forma de una globalización abstracta que uniformiza, en un grado cualitativo cercano al cero, hasta el más mínimo gesto humano, esa actitud barroca puede ser una buena puerta de salida, fuera del reino de la sumisión.”

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La otra voz es nostálgica. Menciona un alumno la ocasión en que, al terminar una clase, Bolívar insistió en su invitación a leer Los ríos profundos, la novela de José María Arguedas, peruano y andino: “La lectura de Los ríos profundos representó para algunos de nosotros la posibilidad de abrir una puerta a otra mitología del mestizaje, es decir, a otra versión de esa estrategia desesperada por rescatar una vida derrotada y afirmar la vida hasta en la muerte”.

Otras dimensiones de la nostalgia, pienso, traía Los ríos profundos a ese andino que fue Bolívar Echeverría: la del mundo encantado del tiempo indio de los Andes y la del mundo encantado del tiempo de la infancia en esas tierras, donde la música de la lengua quechua se mezcla con la de un castellano de resonancia antigua.

Cuenta José María Arguedas cómo Ernesto, el muchacho protagonista de la novela, en la picantería donde se bebe chicha escucha al Papacha Oblitas, músico trashumante, maestro famoso en centenares de pueblos. El arpista empieza a cantar un huayno que en idioma quechua habla con el río: Río Paraisancos, caudaloso río, no has de bifurcarte hasta que yo regrese. Ernesto recuerda:

La voz aguda caía en mi corazón, ya de sí anhelante, como un río helado. El Papacha Oblitas, entusiasmado, repitió la melodía como la hubiera tocado un nativo de Paraisancos. El arpa dulcificaba la canción, no tenía en ella la acerada tristeza que en la voz del hombre. ¿Por qué en los ríos profundos, en estos abismos de rocas, de arbustos y sol, el tono de las canciones era dulce, siendo bravío el torrente poderoso de las aguas, teniendo los precipicios ese semblante aterrador? Quizá porque en esas rocas, flores pequeñas, tiernísimas, juegan con el aire, y porque la corriente aterradora del gran río va entre flores y enredaderas donde los pájaros son alegres y dichosos, más que en ninguna otra región del mundo.

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Dije que citaría ensayos pero no nombres. Mentí. Voy a cerrar este escrito con forma de mosaico recordando a Raquel Serur y su breve texto, Un roble, con el cual abre esta afortunada recopilación sobre Bolívar Echeverría:

“Quisiera tan sólo terminar con unas palabras del hombre para quien su tierra, su Quito querido, era una nostalgia permanente. Él que formó su familia en México, que logró una vida plena en la UNAM y fuera de ella, que hizo suya la ciudad de México y en donde se ganó el respeto de propios y ajenos, vivió una intimidad dividida por el dolor de estar lejos de su tierra, como da cuenta su texto publicado en Ziranda y que alude a Joyce y su Ulises:

Imposible regresar a Dublin

Tal es el trabajo de la nostalgia, que termina por sacrificar su objeto en beneficio del objeto añorado. Uno quiere volver, pero volver es imposible; no sólo por lo de Heráclito y el río, que ya de por sí es implacable, sino porque, transfigurada la ciudad a la que uno quisiera regresar, sólo puede existir en verdad, espejismo cruel, en el universo inestable de la memoria.

Gracias, Raquel, gracias de veras.

Leído el 15 de noviembre de 2012 en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.