Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 18 de noviembre de 2012 Num: 924

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Viajero del poema
Ricardo Venegas entrevista
con Víctor Manuel Cárdenas

Los negocios son
mi problema

Cuauhtémoc Arista

Traducir un verso
de Rostand

Ricardo Bada

De Rotterdam
a Mexquititlán

Agustín Escobar Ledesma

Bulgakov y el
teatro soviético

Hugo Gutiérrez Vega

Bulgákov, el antiburócrata
Ricardo Guzmán Wolffer

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Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
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Cinexcusas
Luis Tovar
La Jornada Virtual
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A Lápiz
Enrique López Aguilar
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Enrique López Aguilar
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Sentidos absolutos

En mi horizonte generacional me ha sido dado conocer a algunas personas que ejercen, ostentan y padecen esa rara cosa conocida como “sentido absoluto”, es decir, la capacidad de percibir sin esfuerzo ni premeditación, con alguno de los cinco sentidos, cualidades de los sonidos, olores, sabores, ritmos, colores que pasan desapercibidos para el resto de los mortales, dotados de los mismos sentidos.

Hoy se habla de una nota la que se afina en 44 Herz: la 440 Hz, empleada actualmente para afinar pianos, orquestas y violines desde un la producido por el primer oboe. Aceptemos que ese es el la absoluto (no obstante que la afinación ha cambiado con el paso de los siglos), nota desde la que se afina todo instrumento: desde ahí procede el laborioso afinador de pianos y desde ahí afina el primer violinista a la orquesta. Se trata de reconocer un la natural en medio de una aglomeración sonora, de percibir una afinación sin la ayuda de diapasones. Supongamos, entonces, que la noción de “absoluto”, relacionada con los sentidos, tiene que ver con la percepción de un parámetro identificable desprendido de una masa informativa surgida de un universo sonoro, visual, olfativo, táctil y degustativo. ¿Cómo reconocer, entonces, un sentido absoluto? Por su capacidad de percibir un “mensaje” emitido desde el exterior de la persona, así como de reconocer y descodificar, simultáneamente, los componentes que lo organizan.

Percibir la nota la 440 Hz cuando se percute un diapasón, o se escucha el rechinido de unas llantas, la aspereza del sonido que se produce con la limpieza de los vidrios, el chirriar de los metales serrados, la caída de una lluvia mansa… ¿significa que en la naturaleza y en los artefactos se producen sonidos “afinados” o “desafinados” de acuerdo con la notación musical? Alberto Cruzprieto, pianista que afirma “padecer” el oído absoluto, diría que sí y que, en el fondo, eso es una pesadilla: su búsqueda sería la del silencio para trabajar como intérprete. Desde esta perspectiva, cada vaso roto y timbrazo en la puerta serían insoportables constataciones de la música del Cosmos presentida por Pitágoras y Pascal:  “El movimiento de los planetas produce una música que no podemos percibir porque ya nos acostumbramos a ella.” Así, los poseedores de un oído absoluto percibirían la música cósmica en contraste con quienes, ensordecidos, ya no lo pueden hacer gracias a “la costumbre”.

Cierta derivación del oído absoluto es la capacidad de escuchar los metros proferidos en el habla ajena, es decir, la de contar las estructuras métricas empleadas sin querer y sin pretender efectos poéticos a la hora de conversar:  “ya me voy al desayuno” es un octosílabo y “no dejes de mandarme tu recado”, un endecasílabo. Eso no significa que esos mensajes sean poesía: son como los rechinidos afinados percibidos por el músico, mas dotados de métrica. Notable ejemplo de esta cualidad es Ángel José Fernández, poeta xalapeño, quien no se consterna sino se divierte cuando pesca, al socaire, las frases métricas de los otros.

Un ejemplo adicional, no menos asombroso, es el del gusto absoluto, entendido no sólo como la capacidad de entender si un sabor ha resultado agradable para quien come, sino de ennumerar sin alardes los ingredientes “secretos” que se hayan puesto en el guiso: “un poco de echalote, una pizca de comino, vino tinto, pimienta, carne roja, tocino…”: la receta fundida en el caldero con un sabor final, desarticulada en sus componentes primarios sin demérito del resultado, es un vaivén que recuerda la frase de Eduardo, protagonista de El libro, de Juan García Ponce, cuando habla con sus alumnos el primer día de clases:  “Los despojaré de sus virginidades para, luego, devolvérselas al final del curso.” Luis Schettino, científico orizabeño, posee esa condición.

En el horizonte del sabor y los olores debe incluirse a catadores de vinos, cervezas, licores; de especialistas que descifran cuanto se incluye en un perfume y de simples mortales que caminan junto a locuaces postadolescentes masculinos y femeninos, con notable percepción del almizcle:  “huele a sudor acedo” (ante lo que responde la sospechosa:  “ji, ji, ay, soy yo”).

¿Es innata la condición de los sentidos absolutos? La neurociencia dice que no. Todo se aprende mediante estímulos externos. Así se establecen ciertas direcciones del desarrollo individual, la manera como determinadas motivaciones sobre algunas áreas del cerebro conduce hacia los saltos “inexplicables” desde la perspectiva del común de los mortales. Eso redunda en una frase del sentido común:  “el genio no nace, se hace”. La neurociencia fundamenta científicamente la antigua percepción de los sentidos absolutos.