Opinión
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La Muestra

Cosmópolis

E

l amo del universo. Hace 25 años, cuando aún no se hablaba de movimientos Ocupa Wall Street ni había alcanzado el dogma neoliberal los topes de insensibilidad pragmática y la convulsión interna que hoy le conocemos, el novelista Tom Wolfe proponía en La hoguera de las vanidades (The bonfire of the vanities) la visión desencantada de un Nueva York dominado por el caos. Ahí, un megalómano hombre de negocios, Sherman McCoy, Master of the Universe, quedaba atrapado en su automóvil en medio del barrio Bronx cuando se dirigía de Manhattan al aeropuerto Kennedy. Lo que seguía era una apocalíptica y muy divertida farsa urbana.

En 1990 Brian de Palma adaptó la novela con fortuna desigual, con Tom Hanks en el papel estelar. En 2003 otro escritor espléndido, Don de Lillo, reproduce un poco ese esquema en Cosmópolis, con la figura de un joven multimillonario, Eric Parker, quien decide atravesar todo Manhattan, en medio de un tráfico desquiciado, con el simple y maniático propósito de cortarse el pelo con su estilista preferido. Ocho años después de publicada la novela, el realizador canadiense David Cronenberg decide adaptarla recuperando los diálogos línea por línea, minuciosamente, al punto de volver excesivamente verbosa en la pantalla una trama onírica y extraña que en el relato original fluye con agilidad sorprendente.

A pesar de esa decisión aventurada, la cinta Cosmópolis recupera la esencia delirante de la novela, algo que Brian de Palma sólo conseguía a medias en su adaptación del texto de Tom Wolfe. El primer acierto de Cronenberg es la elección para el papel central del joven Robert Pattinson, romántico héroe vampírico en Crepúsculo, con un físico lívido e inexpresivo, lo más cercano a un Eric Parker plagado de fobias y arranques temperamentales, inseguridades y manías. Otro acierto es situarlo en una ciudad espectral y convulsionada, capturada lentamente como una pesadilla insomne, que sólo podía sugerir con buena inspiración visual y pulso seguro quien en 1991 se atrevió a llevar al cine el relato sulfuroso de William S. Burroughs El almuerzo desnudo (Naked lunch, 1959).

¿Qué tenemos en Cosmópolis sino una nueva interzona mental por la que atraviesa el protagonista en su irrefrenable trayecto del éxito al colapso financiero? Eric Parker cruza Manhattan encerrado en una inmensa limusina equipada con la tecnología más avanzada. Desde esa burbuja de seguridad observa de modo displicente el mundo que lo rodea, las revueltas callejeras y la podredumbre que tiene en ratas gigantescas su símbolo más ominoso. Su limusina es también una clínica ambulante, donde a diario se hace verificar los contornos de su próstata, la calidad de su sangre, los ultrasonidos del corazón y otros órganos internos. La hipocondria como una patología recurrente.

Desde ese auto, vehículo de placer y carroza anticipadamente fúnebre, Parker contempla la vocación de desastre que encierra un orden social programado por tecnócratas, y la vanidad del éxito cuando todo en una persona aspira, de modo secreto y masoquista, a la autodegradación. Para él la carne es triste, y el ejercicio sexual, mecánico y despersonalizado, una penitencia. Su manía de coleccionar obras de arte alude a la fiebre acumulativa de Charles Forster Kane en la emblemática cinta de Orson Welles. Esa tristeza del sueño capitalista, Don de Lillo la resume en una reflexión radicalmente escéptica. Hablando de los anarquistas que rodean y pintarrajean la limusina de Parker, se pregunta: ¿Esa gente odia al capitalismo o simplemente odia haber sido rebasada por él? La confrontación final de Parker con un ex empleado suyo (formidable Paul Giamatti) sugiere un poco la respuesta.