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Esto sí es noticia: Scott Walker ha vuelto

Primero soltemos la lengua. Evitemos la estadística. Acabamos de ver el nuevo video de Scott Walker: Epizootics! Estamos conmovidos. Es uno de esos eventos artísticos que no atienden más que a los demonios, las dudas y la imaginación de un verdadero alquimista, aspirante a hijo del arte. Es parte del disco Bish Bosch, trabajo inspirado en la obra del gran Jerónimo el Bosco, recién salido del horno tras seis años de silencio. Dirigido por Olivier Groulx, a lo largo de nueve minutos este corto en blanco y negro ilustra, con cámaras de alta velocidad, el contenido de una letra inquietante, muy en la vena de sus recientes entregas. ¿Imágenes?

La voluminosa y sonriente hawaiana serpentea los brazos. Pétalos caen sobre un par de zapatos blancos. La pareja de negros baila rock and roll. Apenas visible entre la hierba, el cuerpo de un joven retoza. Como ganando metros a la superficie lunar, una araña avanza lentamente sobre el vientre femenino. Hay también una flor en llamas. Hay también rostros que no resuelven su gesto. Todo fluye hacia algo. Nada parece tener sentido. Knockout. ¿Sonidos?

Machetes que chocan, canicas en cuencos de acero, cuernos, cuicas, sintetizadores análogos, guitarras, múltiples percusiones, bajos, alientos, batería… cualquier objeto o instrumento puede ser parte de la poética de Scott Walker si cumple con alguno de sus vínculos emocionales: timbre o significado. Ya lo veíamos en la pieza “Clara” del disco The Drift (2006). Inspirada en el linchamiento público de los cadáveres de Mussolini y su esposa, Walker grabó los golpes producidos contra una pierna de res colgada. El resultado es efectivo además de perturbador.

De melancolía británica aunque estadunidense, los primeros discos de Scott Walker con su hermano John (The Walker Brothers) fueron pomposamente producidos y grabados en acetatos que proponían baladas y atrevimientos pop apenas afectados por el motown y el nacimiento del rock. Hablamos de los años sesenta y principios de los setenta cuando, peinado al más puro estilo de los Beatles, el cantante era una de las mayores sensaciones juveniles del mundo anglosajón. Tras abandonar los éxitos y podredumbres probadas de la industria, Walker encontró casi por casualidad (a través de una amiga, conejita en un club Playboy), la obra del francés Jacques Brel. Eso cambió su vida (y la de muchos). Eso lo decidió a lanzarse como solista, pero apostando por la interpretación, la transmisión de ideas a través de una técnica notable sometida al sentimiento.

Aun con este salto de madurez, lo que verdaderamente llama nuestra atención es lo que fue sucediendo en su cabeza conforme se hacía más sabio. Lejos de consolidar un estatus de leyenda vinculada con la radio y el gusto a cabaret, lo suyo fue tirarse al más oscuro de los abismos, retarse a producir un lenguaje absolutamente original. Los frutos obtenidos desde el álbum Scott 3 (que terminó por mandarlo al underground) han deslumbrado a las más grandes figuras del rock y el pop mundial, muchas de las cuales dieron su testimonio para el documental 30th Century Man sobre el cual escribimos una nota aquí mismo hace casi cinco años. Hablamos de gente como Damon Albarn (Blur), Jarvis Cocker (Pulp), Sting, Radiohead, Brian Eno, David Bowie, Goldfrapp y muchos más que, rendidos ante una carrera prolífica y arriesgada, celebran la existencia de un compositor de semejante altura.

“Si no tengo nada que hacer o mostrar, no tiene sentido andar mostrándome por ahí”, dijo Walker en una entrevista para la BBC. Esa es la razón de sus largas desapariciones, en las que cocina lentamente lo que sea que deba escupir su espíritu. El mejor ejemplo fue cuando, en lo más alto de su trayecto como solista, se retiró a un monasterio. Claro que no fue por las razones que acuñaron los mitos urbanos, sino para aprender la técnica del canto gregoriano, una de sus mayores influencias. Así las cosas, lectora, lector, confíe y acérquese a la obra de Scott Walker. Belleza infectada por males incurables, es de las que presenta bloques, paredes sonoras que aceleran nuestras partículas más íntimas. ¿Por dónde empezar? Por discos como Tilt, The Drift y, claro está, el mentado Bish Bosch.

Último intento descriptivo para imaginar a qué suena Scott Walker: meta usted en una abadía del Medievo al grupo The Residents para luego, a gusto personal, espolvorear algo de David Sylvian, Jacques Brel y John Cage. Nomás por joder y ver qué pasa: agregue uno o dos granitos de Raphael, pero con la antigua técnica de José José. Suba el volumen si es viernes. Acompáñelo con sake caliente. Miéntenos la madre. Sonría.