Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 25 de noviembre de 2012 Num: 925

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Museo de la Memoria
de Rosario: el derecho
a la dignidad

Rubén Chababo

Bryce y el Premio FIL
Marco Antonio Campos

Ganar el “Nobel
de los chicos”

Esther Andradi entrevista con María Teresa Andruetto

El placer en la trampa
de la postmodernidad

Fabrizio Andreella

Retratos de
Álvarez Bravo

Vilma Fuentes

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Columnas:
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Neftali Coria
Las Rayas de la Cebra
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La Otra Escena
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El placer en la trampa
de la postmodernidad

Fabrizio Andreella
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Hedonismo y deseo postmoderno


Fotoarte: John Craig Freeman

Es opinión común –casi un dogma axiomático– que vivimos en una sociedad hedonista. Hay quien lo señala para denunciarlo como veneno moral y social, y quien lo hace para aclamar la emancipación colectiva de una moral hipócrita, percibida como máscara y vanguardia del control social.

Sin embargo, el convencimiento de que el bien y fin supremo del ser humano es el placer no parece corresponder con una vida que lo alcance con facilidad. Entonces, ¿una psicología hedonista puede resultar en una sociedad que no sabe gozar, que no sabe disfrutar plenamente las delicias de la vida? Para contestar a esta pregunta hay que adentrarse en el bosque de la sociedad postmoderna y avistar y distinguir las figuras del deseo, la excitación y el placer que allí se esconden.

Hoy en día, satisfacer todo deseo es una invitación cultural que el sujeto recibe constantemente, una norma social que casi se vuelve una obligación individual. A primera vista, ésta parece una conquista libertaria. Se trata en realidad de una concesión consolatoria y reparadora, una Jauja que remedia al gran fracaso de la postmodernidad: la incapacidad, después de la caída de los grandes mitos del siglo XX, de imaginar una narración épica compartida, un futuro colectivo y un objetivo común. Gobernado por la visión económica y tecnológica, el mundo actual se encuentra sin un mito que abra un horizonte que sea más amplio que la mirada individual. Mas esta deficiencia mitológica, esta grieta en la sonrisa beige del maniquí postmoderno, tiene precio: la ofrenda a todo individuo de una gran cantidad de fantasías y apetitos que, por no nacer realmente del sujeto, cohesionan el tejido social, orientando las masas en la misma dirección del supuesto desarrollo. Los deseos individuales son entonces la indemnización por el abandono de una esperanza colectiva.

De ser efectiva, esta autonomía del deseo sería un valor importante, porque no puede existir ninguna sociedad sana si el sueño de sus integrantes no tiene la oportunidad de realizarse. El problema es que muy a menudo el deseo que el individuo postmoderno persigue no es verdaderamente suyo, no es la forma que adquiere su alma al encontrar el mundo real, sino un reflejo despersonalizador que proviene del mundo virtual que crean los medios masivos. Los deseos personales se tornan así orgánicos a los intereses de quienes los orientan. Tal vez por eso hoy en día el derecho a satisfacerlos es percibido como sinónimo de libertad y democracia, un fetiche ideológico que no se puede ni siquiera analizar sin ser tachados de aves de mal agüero.

La búsqueda de la felicidad aparece oficialmente por primera vez en la historia occidental como un derecho en el preámbulo a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776). En el camino, este maravilloso aunque utópico concepto ha llegado hoy a coincidir casi con la mera satisfacción del deseo material. Cuando un meme como éste logra repararse bajo la sombrilla de conceptos nobles e incuestionables como libertad y democracia, puede difundirse sin la necesidad de legitimarse y defenderse de la crítica social.

La industrialización del deseo

Para la sociedad del capitalismo avanzado (condenada al crecimiento económico incesante), el ambiente ideal para alojar al consumidor es muy emocional, poco proclive a la reflexión y en continua transformación. La prueba y el resultado de esta condición es la neofilia, la fiebre por el último modelo de cada cosa, que nos caracteriza. Publicidad-compra-consumo es la ruta habitual de la emoción anhelante para el individuo postmoderno, que reconoce sus deseos primariamente por medio del espejo del mercado. Desgraciadamente, este sistema –concebido para acelerar y sustentar el flujo de las mercancías– se ha vuelto un aparato psicológico al que se recurre no solamente en la relación económica, pragmática o utilitarista con los objetos, sino también en el mundo inmaterial e íntimo.

En este contexto, el deseo se reduce a un anhelo intenso y frágil a la vez, una carencia esperanzada que se llama excitación. En el túnel de espejos multiplicadores que caracteriza la alucinación consumista, la raíz primordial del deseo postmoderno –extenuado bajo el peso de evanescentes objetos seductores en continua proliferación– es la excitación, que no surge tanto del placer ambicionado como del deseo de repetir la experiencia de excitación. Si hoy la excitación es el verdadero objeto del deseo es porque la realidad se vuelve siempre más líquida, impalpable, abstracta, y las emociones y las sensaciones, hechizadas por el sistema de los medios, se han tornado mercancías muy cotizadas.

Radiografía de la excitación

La excitación es la cuerda tensa del arco que lanza la flecha del deseo al blanco del placer. Por eso se puede decir que la excitación busca y, al mismo tiempo, es la concentración del ímpetu anhelante que, al relacionarse con el objeto del deseo, se carga como un resorte. Instrumento del deseo y anuncio del placer, en la vida sexual y sensual la excitación es un ingrediente sabroso del juego erótico que puede prorrogar hasta el infinito su plazo. Sin embargo, esta extensión artificial ha invadido todos los aspectos de la vida individual y social, y la excitación ya no es solamente una ola de intensidad excepcional en el pacífico mar de la vida, sino la vibración adictiva común a toda experiencia.


Strett art: mariellbenitez

El deseo siempre busca un límite para aplacarse, para alcanzar la terminación de su carrera, la meta que libera la tensión. Entonces la sociedad no limits en la cual vivimos y que nos ha acostumbrado a lo excepcional, es el terreno más fértil para el deseo interminable, donde la pertinacia se resuelve en insatisfacción, ya que el deseo postmoderno no se apaga por saciedad sino por agotamiento. Esta situación se debe al hecho de que el capitalismo avanzado ha reconocido en la condición psíquica excitada el mecanismo propulsor del consumo masivo de mercancías, y utiliza los medios de comunicación como comadronas que vigilan el nacimiento de la excitación y como niñeras que cuidan su crecimiento. Así que la sociedad postmoderna es casi constantemente una sociedad excitada. No se trata solamente de un inocente culto a la satisfacción de las pulsiones individuales. Los ritos tribales de la afición en el futbol, el fisgoneo del telespectador de notas rojas, la fantasía del consumidor de pornografía y el delirio de omnipotencia del cocainómano denuncian la presencia de ira y morbosidad en la excitación contemporánea.

La identidad postmoderna no aguanta el aburrimiento: por eso adora la excitación. Este disgusto por el tedio parecería una virtud moral y una apología de la vida vivida con plenitud si no fuera evidente que la dependencia de la excitación contemporánea estimula el hábito de nuestros sentidos a dosis siempre mayores de intensidad emocional desmesurada. Con y sin el bolsillo lleno a la mano, tratamos de conseguirla en escaparates y pantallas de todo tipo, y resulta difícil evitar la comparación con la tolerancia del toxicómano a la droga que lo obliga a aumentar su dosis. Estoicos, epicúreos y escépticos, que veneraban la ataraxia, o sea la imperturbabilidad frente a los acontecimientos y el control de las pasiones, hoy parecen enigmáticos intrusos en la historia de la civilización occidental.

El placer y el hábito de la excitación

En una condición de verdadero placer, el sujeto no necesita más de lo que está gozando y así se emancipa del mercado. Por lo tanto, cuando dice que quiere clientes felices, la maquina del consumo miente, pero no cuando dice que los quiere excitados. El modelo psicológico perfecto para la economía de mercado masivo es entonces el deseo no plenamente satisfecho, o sea la tensión anhelante de la excitación, el deseo que nunca se transforma enteramente en aquel placer que hace autónomo al sujeto que goza. Sólo así el consumidor se torna un perfecto engranaje de la máquina, orgánico al crecimiento perpetuo del consumo. Lo que puede desinflamar la proliferación descontrolada del deseo mercantil artificialmente alimentado es solamente el placer asumido como actitud de independencia e integridad. La seducción cuantitativa que el mercado pone en escena puede ser neutralizada aprendiendo a vivir el placer con la libertad que ofrece la emancipación del futuro. Viviendo en el presente, el placer libera el deseo de la esclavitud del futuro.

El ser anhelante no conoce el tiempo presente y la separación es la condición que lo empuja hacia la unión. A decir verdad, nunca conoce tampoco el objeto que lo atormenta y deleita, ya que, cuando lo tiene enfrente, el deseo se torna placer. Al contrario del deseo, el placer no tiene miedo, es por definición irresponsable y no busca más de lo que encuentra en el instante en que lo goza. Mas a los ojos de Occidente, el placer tiene un vicio irreparable que el deseo no sufre: encuentra en sí mismo su principio y su fin, no concibe una realidad separada ni percibe una ausencia atormentadora. Esta falta de trascendencia está en contra de toda la historia del dualismo occidental que, alimentando una tensión incesante hacia el futuro, provoca una consecuencia psicológica muy elocuente: deseamos mucho más de lo que gozamos.

Las trampas del deseo

Ahora es más fácil entender por qué el deseo es aceptado como motor de la realización personal, mientras que el placer, más allá de las palabras del cuento oficial, es visto como una experiencia vil, egoísta, superficial, encerrada en la pocilga de los instintos y, sobre todo, improductiva, porque gozar significa traicionar la tarea productiva del ser humano y eludir sus responsabilidades sociales.

Sin embargo, en años de apasionada rebeldía ideológica se pensó que el deseo liberado podía abrir la celda del sujeto oprimido por los “biopoderes”. En realidad, la condición postmoderna revela que en la sociedad del consumo organizado por el mercado, el deseo es un arma para que el sujeto se oprima a sí mismo con una cadena de caprichos y dependencias que lo vuelven el verdadero producto del mercado: el ser anhelante que la comunicación masiva vende al mundo económico y político como capacitado consumidor de ilusiones.

Es un hecho que vivimos dentro de un flujo constante de deseo. Esta persistencia le ha quitado al deseo los rasgos que lo hacían fuerte y apasionante: la novedad, el asombro, la singularidad, la eventualidad. Ahogado en su misma demasía y confundido por la velocidad del consumo, el deseo ya no puede aterrizar en el placer y apagarse en él. La costumbre de desear asedia incluso el momento del placer, volviéndolo insatisfactorio muy rápidamente para abrir camino a otro deseo. En el fondo, no son los objetos del deseo lo que nos atrae, sino el hecho de consumirlos y poder así empezar a desear otra vez. Por eso la realidad parece ser un llano donde el deseo vaga sin dirección como un caballo desbocado, y el placer una huida necesaria de esta pesadumbre. La experiencia del placer que procede de esta situación es algo muy fugaz, una chispa fulminante como un orgasmo animal exclusivamente fisiológico.

La identidad entre el deseo y el placer

Desde esta perspectiva, el placer sin capricho es revolucionario y libertario, mientras que el deseo es conservador y esclavizante. Pero, ¿puede existir el placer sin el deseo? Es una pregunta fascinante y difícil cuya respuesta excede este espacio. Sin embargo, se puede plantear sólo si reconocemos que el hedonismo de la sociedad postmoderna es una gran mentira: palabras, promesas y fantasías que circulan en un tejido social hecho de muchas libertades tristes.

El deseo es uno de los ingredientes básicos para la construcción de la identidad. Al contrario, el placer en su cima –artístico, orgásmico, material o místico– acerca al individuo a su extinción, anulando la diferencia entre sujeto y objeto que lo sustenta. ¿Y si fuera ésta la característica del placer que el individuo occidental rechaza en su inconsciente? Sea como sea, este momento histórico de crisis es un buen tiempo para que el deseo se inmole y libere el placer.