Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 25 de noviembre de 2012 Num: 925

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Museo de la Memoria
de Rosario: el derecho
a la dignidad

Rubén Chababo

Bryce y el Premio FIL
Marco Antonio Campos

Ganar el “Nobel
de los chicos”

Esther Andradi entrevista con María Teresa Andruetto

El placer en la trampa
de la postmodernidad

Fabrizio Andreella

Retratos de
Álvarez Bravo

Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
Perfiles
Neftali Coria
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jorge Moch
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Twitter: @JorgeMoch

Dorada píldora

Es legendaria ya la ausencia de novedades en la televisión mexicana, esa aridez creativa que parece tener a raya cualquier iniciativa de algo original, algo nunca visto y en cambio recetar al pasivo y resignado auditorio, ese público apático que más parece recua que pueblo, más de lo mismo: programas viejos, refritos de refritos, los mismos chistes, las mismas frases, la misma basura, la vieja intención no poco siniestra de convertirnos en idiotas pitecoides. A saber si se trata de una peculiar fenomenología –patología, más bien– de la creatividad yerta de los guionistas o la mojigatería censora de los ejecutivos, o simplemente la apatía de consorcios enteros que apuestan al conformismo de toda una sociedad, a su desgaste, a su orfandad moral y el proverbial abaratamiento de su intelecto.

Pero de que hay talentos que podrían renovar la narración visual en la televisión, los hay. El problema es que no están en el medio, andan en otro lado, correteando, para decirlo coloquialmente, los bisteces. Hay estupendos escritores a los que este aporreateclas se atrevería a adjetivar como experimentales que pergeñan estupendos textos que, trasladados a guiones y llevados al televisor –o al cine, que puede ser natural destino de más de uno– podrían ofrecer verdaderas novedades, refrescar la industria y de paso darle un respiro al respetable, que ya estamos saturados, realmente saturados, de las mismas porquerías de siempre, del humor edulcorado, de la ausencia de crítica social, de las pinches manos del clero católico metidas hasta el colodrillo en el ideario colectivo.

Allí está, buscando desde hace ya buen tiempo una rendija por donde colarse al éxito –no estoy muy seguro de a qué le llama “éxito”– un escritor iconoclasta y cáustico como no conozco muchos: Rodrigo Solís, autor de una columna/blog verdaderamente alucinante, insolente y descarnada que se titula –más de uno hemos sido alguna vez bombardeados por su lucidez galopante, su sorna cáustica, sus descaradas burlas al stablishment– (ya desde el título asoma ponzoñosa la intención) Pildorita de la felicidad. Por años –¡años ya, Rodrigo!– me he desternillado con sus confesiones atroces, la exhibición de sus peores momentos en la vida, porque de alguna manera que no acabo de comprender, Solís es un exhibicionista moral. Deliciosamente indecente, además. Puesto que su largo haber literario tiene que ver con su propia vida, sus desengaños –sobre todo los que él mismo va causando entre quienes lo rodean–, sus amores, sus quemantes ganas de convertirse en un escritor reconocido, laureado y referido por todos y además, oh realidad dama cruel, en un país donde cada día hay menos lectores, menos interés en la literatura y mayor preponderancia de esa televisión que pastorea el pensamiento bovino de millones de espectadores reducidos a potenciales votantes o compradores, el resultado suele ser francamente cómico. A veces escandalosamente cómico, desgarradoramente hilarante y hasta patéticamente chistoso, porque no maquilla nada, simplemente se burla de los valores presuntos de esta sociedad hipócrita y sus poderes fácticos (lo que le costó, al menos, no pocas amenazas y persecuciones en Campeche) y retrata fielmente su personaje, a sí mismo, con descarnada flema, y en ello a todos nosotros, tal que han hecho en televisión Berto Romero, en España; Tato Bores y el Negro Olmedo, en Argentina, o Larry David en Estados Unidos. Y todos ellos tuvieron un éxito enorme, con la única condición de que las cadenas que transmitieron sus programas no los censuraron. O no del todo.

Así que ahí queda una propuesta –sí, Rodrigo, es una propuesta en serio–: que la vida de Solís, su Pildorita de la felicidad, ahora novelada en Mala Racha (Mi cabeza Editorial, Madrid, 2012), sea convertida en guión para una serie de televisión a la que desde ahora le auguro éxito rotundo, porque, como dice Eduardo Huchín en el prólogo que escribió para Mala Racha:  “El secreto de la Pildorita estuvo y ha estado en sus componentes activos: los Data Pop, las tragedias menores, la televisión, la autobiografía precoz, Dios, la publicidad, el ridículo, las batallas familiares, la provincia, el futbol, los políticos, el cine, YouTube. Tómese la vida cotidiana y disuélvala en ácido clorhídrico. Sin embargo, pese a lo atractivo de su fórmula, la combinación por sí sola no hizo el milagro. Faltaba agregar la sustancia personal: la eficacia de un humor, despiadado, agudo, políticamente incorrecto. La marca de fábrica. El sello Solís.”