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Ver día anteriorDomingo 2 de diciembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿La Fiesta en Paz?

Alterado en México, el arte de la lidia; la bravura ya no se prueba en el caballo, sólo en la muleta

S

i este pobre planeta ya no sabe si va o viene por la ruta suicida del falso progreso enajenación-consumo-basura que le impusieron los imprudentes acumuladores del dinero, no de conciencia planetaria, ¿cómo iban a saber los taurinos –esa minoría entre minorías– qué hacer con la bravura, cómo honrar la dignidad animal del toro de lidia, la milenaria deidad táurica que a lo largo de la civilización ha sido símbolo de fuerza, combatividad viril, fecundidad y desafío hasta devenir en tauromaquia que aún refleja rasgos de dos o tres pueblos?

Si hace 77 años Federico García Lorca sentenció, con lucidez de poeta no con habilidad de taurino, que la fiesta de los toros era la más culta que había en el mundo, hoy los promotores de esa fiesta se enfrentan a su propia ignorancia de la tauromaquia como fenómeno cultural –el que sólo sabe de toros tampoco sabe de toros–, a las claudicaciones de ganaderos y ventajas de matadores, al acoso sistemático de antitaurinos subvencionados por millonarias empresas multinacionales fabricantes de alimentos y medicinas para animales, a la torpeza y oportunismo de políticos y legisladores y, los más grave, a la falta de información y formación del grueso del público aficionado, que carente de orientación es presa de incontables confusiones, sobre todo en lo que a bravura se refiere.

En México, hasta hace algunas décadas, la bravura de los toros se comprobaba, antes que otra cosa, en el modo de embestir al caballo del picador con mayor o menor codicia, y sólo después de que habían cumplido en varas y recibido los tres puyazos reglamentarios, dando lugar a los vistosos quites de los alternantes, su matador procuraba realizar la faena en medio del riesgo y con el mayor lucimiento posible. Hoy en día, con la proliferación de ejes viales e involuntarios peatones toreros, la paulatina disminución de la casta en los toros o temperamento propio de su encaste, y el aumento de la longitud y diámetro de la puya y tamaño del peto que protege a la cabalgadura, la suerte de varas, salvo excepciones, se volvió virtual, en corto y en un solo encuentro.

En este combate aparente del toro ideal –quizá para el ganadero y la figura, no para el arte de la lidia y menos para la emoción–, el piquero señala apenas el puyazo para que el astado llegue a la muleta si no con fuerza al menos con recorrido y pasadora embestida. El toreo se hunde entonces en una monotonía esteticista, habida cuenta que la fuerza y la bravura cedieron su emoción a la dócil repetitividad con que el torero, limitado de imaginación y de sello, intentará hacer arte, en una toreografía –el cronista Alcalino dixit– predecible y mecánica más que artística. Pero de lidia propiamente, de dominio y sometimiento de una embestida amenazante, poco o nada. De lo perdido lo que aparezca o de la mansedumbre lo que repita, parecen decir los que controlan el negocio, aunque tauridad y personalidad estén prendidas con alfileres.

Sin embargo, faenas bonitas sustentadas en la obediencia sin emotividad ni transmisión de peligro, más otras nefastas políticas empresariales –vergonzoso, por ejemplo, que El Juli haya tenido que exigir al extraviado empresario la inclusión hace ocho días del triunfador Arturo Saldívar–, es lo que ha ido alejando a los públicos de las plazas, pues éstos no pagan por ir a divertirse, sino a que le masajeen el alma en un originalísimo encuentro sacrificial cada día más predecible y disparejo. Desde luego a las apoteosis emergentes de los espectadores ocasionales se suman los aficionados, que por lo general carecen de referencias de bravura pero a los que urge, ante esta mansedumbre generalizada del ganado de lidia, darle algún sentido a esa fe de carbonero taurino.

A lo anterior añada el amiguismo antojadizo de los poderosos que dicen arriesgar su dinero sin rigor de resultados y su ninguneo sistemático a los toreros mexicanos con potencial, más su añejo sometimiento a las figuras importadas, las cuales con motivo de la crisis económico-laboral en España amenazan con hacer una campaña más extensa en México, y tendrá el lector un esbozo del futuro taurino que le espera al país con los nuevos gobiernos federal y capitalino, cuyos titulares buen cuidado tuvieron de no tocar a la fiesta de toros ni con el pétalo de un adjetivo y los periodistas especializados conseguir siquiera una candorosa entrevista sobre tan escabroso tema. Lo bueno es que el menudo mandatario que se autonombra taurino ya se va a dar clases en una universidad gringa. Lástima que no se fuera antes; habría muerto menos gente.