Opinión
Ver día anteriorMiércoles 5 de diciembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Estado de violencia
E

l Estado nos adeuda demasiado, empezando por su autocrítica. Con la introducción de algunas limitaciones, sobre todo las revestidas de leyes –más aún aquellas que cobraron rango constitucional–, su origen violento y la desigualdad orgánica que inaugura en la historia de la humanidad desaparecen bajo un grueso burka retórico.

En el Encuentro Nacional sobre la Violencia, convocado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León, se vertieron diversos testimonios, análisis y propuestas de paz en torno al tema. Con los lectores de La Jornada comparto aspectos, no sin retoque y algún añadido, de mi intervención en el acto.

En nuestra propia historia podemos encontrar evidencias de que el Estado ha sido contrario a la libertad, la igualdad, la justicia y la convivencia civilizada. Y que los avances de cada uno de estos valores en la práctica han sido cesiones del mando original a quienes han logrado vencerlo en la lucha, en el mercado o en la política. Nada ha cedido voluntariamente.

Los primeros estados que se constituyen en el valle de México son producto de la victoria militar de unas tribus sobre otras. Los aztecas, la última y a la vez tan repudiada por las ya establecidas en ese perímetro, como la de mayor capacidad para la guerra, sigue el mismo camino. En el término de un par de siglos pasa de la condición de tribu peregrina a la de Estado imperial. Como tribu conoció una mayor horizontalidad social. Ni hay un señor de señores ni hay tamemes; la máxima autoridad era la asamblea. Como Estado, y más aún como Estado imperial, la horizontalidad declina y la sociedad se vuelve piramidal. En su vértice reina el monarca rodeado de la familia real, los sacerdotes, la nobleza, sus allegados, la servidumbre y por supuesto su ejército; en la base se encuentra gran número de pobres e individuos sometidos de diversas maneras a ese, que era el núcleo del Estado, cuyos privilegios compartía con algunas pocas familias dedicadas a oficios libres.

Los señores de la guerra serán, en principio, los dueños de vidas, territorios y de todas las facultades que hoy identificamos en los poderes públicos. Sus decisiones llegan a ser de tal dimensión que los sacerdotes no dudan en declarar divino su origen.

¿Ocurrió distinto con la conquista –el dizque encuentro– por parte del Estado imperial de España? No. A través de la guerra, Carlos V y los monarcas que le siguieron despojan a los moradores originales de sus territorios, y su voluntad (en forma de ordenanzas) se hace régimen. Para que éste se cumpla están su burocracia y el ejército realista. La violencia, la esclavitud y los suicidios, ayudados por las enfermedades provenientes de Europa diezman a la población nativa en términos de genocidio.

El nuevo régimen despunta en la metrópoli con la guerra de liberación que libra el pueblo español contra la invasión napoleónica. La desembocadura de este movimiento es doble: en España, la Constitución de Cádiz (de breve vigencia una vez que Fernando VII se entroniza y la deroga para restaurar la monarquía absoluta); en sus colonias, los movimientos de independencia. El nuestro pone al descubierto lo que es el Estado imperial: el monarca es el principal propietario de las riquezas de las tierras conquistadas y en su cetro absoluto se condensan los tres poderes clásicos gracias a su poder militar e ideológico, aunque subrayadamente temporal por las riquezas acumuladas en manos de la Iglesia católica. La teoría medieval de las dos espadas, la del rey y la del papa, no alcanza a ver en el puñal de sus aliados (mercaderes, navieros, mineros, hacendados y otros actores políticos emergentes) la disputa al gran poder que ambos detentan.

Aztecas y españoles imperiales o nuevos mandantes del Estado que se va conformando en el México independiente, todos vienen acompañados de acciones guerreras y de violencia que afecta a la población civil, sobre todo a la de menores recursos. El orden militar le ha sido inherente a los caudillos del siglo XIX, a los seudomonarcas del siglo XX y a los que les han seguido en el XXI.

Terminó su sexenio un político que quiso legitimarse en el poder arrebatado a la mala con la militarización del país. A mayor uso de los cuerpos armados para gestionar las necesidades de la sociedad, mayor regresión hacia el Estado primitivo de la guerra como factor de mando; mayor rechazo, por ende, a los métodos democráticos y al estado de derecho. Baste considerar el saldo de víctimas (100 mil, en cifras leves) de la guerra contra el crimen armado –casi todos jóvenes que no encontraron oportunidades de estudio y/o trabajo y fueron fácil carne de cañón para bandas criminales o cuerpos de seguridad– y la aprobación de leyes como la laboral, que afecta a la mayoría trabajadora. La enseñanza en el ámbito militar es una: todo es órdenes, que no se discuten y que se cumplen, casi sin excepción, por encima de la ley.

La seguridad y la paz no se construyen con medidas de emergencia. Pero para quienes nos gobiernan parece ser ese el canon. La llamada Policía Regia desaparece; en su lugar llegan 500 marinos. El Secretario de Seguridad de Monterrey es un contralmirante de la Marina Armada de México y se habla de un convenio para que esta corporación se mantenga en el municipio durante dos administraciones.

Si ya descubrieron las costas de Monterrey, que al menos nos provean de salvavidas.